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LOS MEJORES LIBROS DE 2001
Columna
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Filósofos y sofistas

José Luis Pardo

HASTA EL 11 DE SEPTIEMBRE, la cosa iba relativamente bien. Después de un siglo despotricando contra la figura del filósofo-funcionario-del-Estado, este obsoleto personaje (un anacronismo que las nuevas leyes universitarias se proponen extinguir) iba siendo sustituido por el filósofo-empresario-del-mercado a un ritmo bastante razonable: de acuerdo con las recomendaciones de la doxa neo-liberal que se impone por doquier, el Estado debe reducir gastos superfluos, y la filosofía es uno de ellos. Y como uno de los capítulos presupuestarios que más preocupan a todos los gobiernos es el del gasto farmacéutico, ha constituido un gran descubrimiento (para los gobernantes neoliberales y para los filósofos desempleados o subempleados) el comprender que buena parte de la inversión pública destinada a financiar anti-depresivos con los que consolar a una sociedad desconcertada por la precarización y debilitación de todas sus estructuras de fabricación de identidad, podía transferirse al sector privado del mercado editorial, que ha redescubierto la función terapéutica de la filosofía. Ha aparecido así un nuevo género de libros de filosofía, para el consumo masivo (¿quién lo hubiera dicho?), capaces de reciclar todos los esfuerzos que a lo largo de su historia ha hecho el pensamiento (no siempre con nobles motivos) y de ponerlos al servicio de una clientela de individuos desorientados, que pueden hallar en ellos el bálsamo necesario para curar las heridas que las nuevas y despóticas formas del mercado de trabajo causan en sus biografías y en su personalidad sin necesidad de colapsar un sistema de seguridad social ya de por sí cercano a la bancarrota. La auto-ayuda se ofrece como alternativa al desamparo de los poderes públicos, al igual que el auto-empleo se presenta como paliativo de la desregulación laboral. Los productos aparentemente más indigestos de la filosofía -Dios y el Ser, la Razón y la Pasión, el Arte y el Bien- se reconvierten en inocuos fármacos autoadministrados mediante los cuales los ciudadanos pueden reconstruir a la carta su identidad emocional (¿no pretenderán que el Estado se encargue también de eso, verdad?) y adaptarla a la fluidez de las circunstancias globalizadas y a los nuevos cánones de la corrección política. Este género, como casi todo, nació en Estados Unidos y se exportó con beneficios a la mayor parte de Europa (incluso en España, donde aún el poder ejecutivo parece sentir necesidad de justificaciones discursivas más o menos tertulianas, se establecieron franquicias de las multinacionales del soul-building): como en otro tiempo sucedió supuestamente con la religión, la filosofía se estaba retirando de los controvertidos terrenos de la Verdad y de la Justicia y se estaba transformando en un asunto exclusivamente privado, y los libros de filosofía se estaban disfrazando de prontuarios religiosos para el perfeccionamiento personal y el fomento de las virtudes íntimas de la tolerancia y la solidaridad hacia los otros (como si la indisposición hacia los demás fuese un problema psicológico provocado por algún defecto de ingeniería sentimental en la construcción de la personalidad).

Y entonces derribaron las Torres Gemelas. Con ellas ha caído todo lo que en el discurso multiculturalista de la globalización era pura demagogia y se ha puesto de manifiesto nuestro grado real de preocupación por los otros. Y aquello que desde hacía siglos el poder político y económico no precisaba, a saber, una legitimación intelectual, se ha descubierto de pronto como una necesidad perentoria, se empiezan a buscar urgentemente intelectuales capaces de argumentar sin vergüenza a favor de la nueva cruzada contra el infiel, que ahora se llama fundamentalista. Repentinamente los sofistas, que vivían dedicados a escribir manuales de 'filosofía popular' para combatir la anorexia, la obesidad, el sexismo, la impotencia, la timidez o la angustia, han descubierto un nuevo género negociable ('Cómo prevenir y curar el fundamentalismo', '¿Es mi hijo un fundamentalista?', 'Este año, regale antifundamentalismo', son algunos títulos previsibles). Rebajada previamente a la condición de religión (privada), esta sofística no puede salir a la palestra (pública) si no es con el viejo rostro del vengador Jehová al frente de un ejército al que le ha prometido el dominio universal, dando de paso buenas razones a quienes ya estaban tentados de decir en voz alta a un público encantado de escucharles que quizá nos habíamos excedido en la apertura hacia el otro. Afortunadamente, ni todos los escritores de libros de filosofía se han pasado al sector privado, ni todos los intelectuales emergentes se han convertido en cruzados, pero ambos peligros acechan al menos tanto como el del fundamentalismo (si es que tales peligros no constituyen ellos mismos el tan detestado 'ismo'), y conviene estar avisado de ellos. No cabe duda de que la ciudadanía mundial será uno de los grandes temas de la filosofía de este siglo, pero tampoco la hay de que aún estamos a mil leguas de ella, incluso en el campo de la mera especulación. Alguien dijo que no es malo que haya sofistas (porque al detectarlos evitamos confundirlos con el verdadero filósofo, si algún día damos con él); pero cuando, en lugar de llevar sus libros ocultos bajo el abrigo por vergüenza, como sugería Platón, los exhibimos con descaro, parece que hubiéramos olvidado que el ejercicio de la función de crítica pública, que todo el mundo espera de la filosofía, sólo es posible, de acuerdo con la sabia observación de Kant, cuando ella acepta convertirse en una Facultad inferior, es decir, cuando evita ser utilizada por los poderes públicos o privados mediante la costosa e impopular estrategia que consiste en no querer ser inmediatamente útil ni en términos económicos ni en términos políticos.

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