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Vayan a ver 'Kandahar'

Francesc de Carreras

A finales de año, apetece hacer un alto en el comentario del día a día para intentar reflexionar sobre los nuevos datos que te han aportado los 365 días recién transcurridos. Ello no siempre es posible: hay años sin hechos relevantes que son mera continuación de los anteriores. No es el caso del año 2001. Stanley Kubrick en cierta manera acertó tanto al poner esta fecha como título de una de sus más conocidas películas como al añadirle 'odisea del espacio'. El espectacular triple atentado del 11 de septiembre fue, en efecto, una trágica odisea del espacio que mostró al mundo una cruda realidad que se venía incubando desde hace tiempo pero de la que no éramos todavía plenamente conscientes. Escoger tema este año para hacer un balance sumario del tiempo transcurrido ha sido, por tanto, algo sumamente sencillo. Descifrar el aldabonazo que encierra el 11-S no supone otra cosa que tratar del gran reto de nuestro tiempo: la miseria económica y el fundamentalismo ideológico en un mundo globalizado.

Efectivamente, el escenario es la globalización: una palabreja de la que se ha abusado con exceso pero que esconde un concepto clave para entender lo que sucede en nuestro entorno. Pues bien, sin necesidad de abstrusas lecturas, con el 11-S cobramos súbitamente conciencia de lo que era la globalización: no únicamente consistía en que la baja de los valores en el índice Nikkei puede influir en la Bolsa de Francfort -lo cual nos cae como algo muy lejano-, sino que lo que ocurre en las calles de Nueva York nos afecta tanto como si sucediera en nuestra propia ciudad. Aquella larga sobremesa de un caluroso día de finales de verano nos ha hecho cavilar durante los tres largos meses siguientes sobre todo ello.

En estas cavilaciones un término ha sido el más utilizado: terrorismo. Sin duda, hay muchas razones para que sea el rasgo básico que esta fecha evoca, pero para comprenderlo hay que ir un poco más allá: detrás del terrorismo siempre está el fundamentalismo, el fanatismo, la simplificación en la manera de pensar. Nunca están ni la razón ni, sobre todo, las razones, las fragmentarias razones de unos y otros, las únicas que permiten explicar los muy complejos funcionamientos de las sociedades humanas. La retórica fundamentalista de Bin Laden, invocando cada tres palabras la protección de Alá, nos retrotrae a épocas felizmente superadas de nuestra civilización occidental. Pero el bombardeo sistemático de Afganistán como método más adecuado para combatir el terrorismo dice muy poco respecto a los avances de la racionalidad moral de Occidente. Más todavía cuando el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, se enorgullece públicamente de haber conseguido arrasar más Tora Bora que los terroristas de Al Quaeda la zona de las Torres Gemelas. Es el lenguaje de la venganza, no el de la justicia.

Al decir esto, no trato de igualar a unos con otros. Trato, simplemente, de decir que no me identifico ni con unos ni con otros y creo, además, que ello les sucede a muchas otras personas, tanto de cultura occidental como de cultura musulmana, si es que utilizar estos términos no es simplificar en exceso.

No acabo de creerme, sinceramente, que la política de Estados Unidos y de Europa en este conflicto esté dictada por la simple defensa de la libertad, este término tan a menudo prostituido para encubrir ideas menos confesables; por cierto, el mismo término que fue utilizado para apoyar a quienes ahora se dice combatir. Desconfío de las políticas encaminadas a restringir las libertades de los extranjeros más allá de lo razonable en la lucha contra el terrorismo. Y tanto los tribunales militares y secretos de Bush como las detenciones arbitrarias de Blair me parecen medidas excesivas respecto a los fines que se pretenden conseguir, dictadas desde un fundamentalismo distinto. Al fin y al cabo, no están tan alejados en el tiempo la caza de brujas del senador McCarthy y los estragos que causó el antisemitismo centroeuropeo. Las religiones y los nacionalismos están en la base de todos los fundamentalismos, únicas ideologías simplificadoras que pueden creer en la efectividad y legitimidad de los métodos terroristas.

Pero estos fundamentalismos prenden más fácilmente en situaciones de miseria económica, y cuatro quintas partes del mundo se hallan en esta situación. Ello, ciertamente, no es nuevo. Pero sí que es una novedad, en cambio, que estos miles de millones de pobres puedan tomar conciencia de su estado a través de los modernos medios de comunicación. Ahí opera el escenario globalizador. El control ideológico o el efecto de vasos comunicantes de la emigración pueden contener por un tiempo la presión de este mundo sometido y vejado. Pero su aspiración a una sociedad nueva y distinta llegará a ser irrefrenable y el ritmo de este cambio no será el mismo que empleó Occidente en pasar del feudalismo al mundo de hoy: el cambio será infinitamente más rápido. Y lo que ello pone en cuestión es nuestro modo de vida occidental, basado en una determinada forma de crecimiento económico. No es concebible un mundo igualitario con un nivel de consumo como el nuestro: el desastre ecológico estaría asegurado. Por tanto, u optamos por un distinto tipo de crecimiento -y también, por tanto, de cultura y de forma de vida- o las invocaciones a un mundo mejor para todos sin que tengamos que renunciar a nada son una hipócrita farsa, una boba mentira para consolar a las conciencias simples, dispuestas siempre a un tranquilizador autoengaño.

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Hagan, por favor, una prueba. Vayan a ver Kandahar, la excelente película iraní sobre Afganistán, ese territorio que hemos bombardeado diariamente durantes más de dos meses en nombre de unos supuestos valores occidentales. Salgan después a la calle: paseen lentamente por una zona comercial, fíjense en la variedad de productos expuestos, en la necesidad que tenemos de éstos y en el dudoso bienestar que muchos de ellos nos aportan. Mientras pasean, vayan recordando lo visto en la película, piensen en algunas reflexiones de sus protagonistas, en el sentido que dan a su vida y en su concepto de la felicidad. Quizá lleguen a la misma conclusión que yo: ellos deben cambiar en muchas cosas, pero nosotros también.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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