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Columna
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El matrimonio entre los grandes

En 1775, el rey Carlos III recibió un escrito de los nobles de su reino, en el que se lamentaban de la libertad de costumbres de que hacían gala los jóvenes en lo referente a sus matrimonios, de tal modo que, según dicen, 'ha llegado a ser frecuente el abuso de contraer matrimonios desiguales los hijos de familia, sin esperar el consejo y consentimiento paterno'. Ciertamente según las leyes canónicas, las únicas que regían en España en materia de matrimonios, la sola condición de la unión sacramental era que, libremente consentida por los contrayentes, que hacían pública su conformidad ante el altar, debía ser bendecida por el sacerdote, para lo cual no era estrictamente necesaria la conformidad de las familias. Lo que ahora se pide al rey es que se ponga coto a estas libertades, dictando las leyes necesarias para que los hijos de familia no puedan actuar por su cuenta, casándose de manera inconveniente para su rango. Como ya se había hecho siglos atrás en Francia, en donde los hijos rebeldes, si se casaban por su cuenta, podían ser castigados por las leyes civiles a diversas penas, entre ellas la perdida de la herencia.

El rey se hizo cargo del problema y pidió un informe a la Junta de Portavoces. Èsta avaló la situación denunciada por los padres, no sin advertir de los peligros morales que entrañaba la defensa a ultranza del honor de las familias. Pues como escriben en su informe, en referencia a las estrategias llevadas a cabo por los jóvenes contrariados en sus deseos amorosos: 'algunos sujetos de ilustre nacimiento, considerando los referidos prejuicios que causarían a la memoria de sus antepasados o temiendo la justa indignación de sus parientes, incurren en otro lastimoso exceso, como es el de cegarse de la pasión y de vivir en un perpetuo amancebamiento con ruina espiritual de sus almas y escándalo de sus fieles'.

Atendiendo a todas estas circunstancias Carlos III dictaría una Pragmática en la que se obligaba a los hijos de las familias nobles a contar con el consentimiento paterno para casarse, pero en la misma se instaba al común de los padres a no cometer excesos en la defensa del honor familiar. Lo que el rey les pedía es que procurasen mostrarse tolerantes y no prohibiesen los matrimonios deseados por los hijos , a no ser que hubiere una causa justa y notoria. En esta matización el rey actuaba como gobernante conciliador, deseoso de evitar las rupturas familiares y los conflictos morales que se daban cuando los hijos escapaban de la tutela de sus padres para vivir libremente sus amores.

Por su parte, las gentes ilustradas, que decían defender la modernidad, hacía tiempo que habían tomado posición a favor de la libertad de matrimonio y del matrimonio por amor. Estas ideas triunfaban en el teatro del siglo XVIII, en donde se había puesto de moda la comedia sentimental que trataba de temas familiares. Este era el caso de Moratín en España, cuyos obras, inspiradas en la tradición de la ilustración francesa, merecían el favor del público burgués que aplaudía sus tímidas críticas a los valores tradicionales de las familias, interesadas en emparentar convenientemente, rompiendo una lanza a favor de los sentimientos como base y fundamento del matrimonio moderno. En el buen entendido del que el triunfo del amor, por el que apuestan los autores ilustrados, no significaba nunca el reconocimiento de la pasión, que sigue resultando socialmente temible, sino el decantamiento por un sentimiento más tranquilo y razonable, que se justifica en las cualidades morales del otro.

Esta representación de las cosas se inscribe también en las novelas sentimentales del siglo, en las cuales, además, se precisan las condiciones del amor. En ellas el amor, que logra romper las barreras de clase , se comprende y se justifica por las 'cualidades' morales de la mujer. Este es el argumento de Pamela o la virtud recompensada, una novela emblemática de los nuevos valores burgueses, que alcanzó un gran éxito de público. En ella la heroína es una mujer pobre, pero que, educada convenientemente, pondrá a prueba sus valores morales, ante los prejuicios del hombre noble que la ama. Éste, movido por los prejuicios de su clase, no piensa en hacerla su esposa y la pretende como amante, a lo que la mujer se niega con contundentes argumentos que provocarán el cambio de actitud del hombre que acabará por pedirla en matrimonio, convencido y enamorado de las cualidades de la mujer. La novela, escrita en inglés, se tradujo en varios países, entre ellos España.

En nuestros tiempos, casarse por amor nos parece una práctica lógica y común, que ha llegado también a las clases altas, a las monarquías que, a diferencia del pasado, se precian de compartir los valores de las sociedades que gobiernan. Como ha ocurrido en Noruega, en donde el príncipe heredero acaba de casarse con una plebeya, no sin que se produjera algún debate a propósito de la condición de la novia. La duda no se debía tanto al origen social de la mujer -¿Mette Marit ?- sino a su condición de madre soltera que en el pasado había llevado una vida un tanto desordenada. La cuestión, sin embargo, se resolvió con la confesión y el arrepentimiento público de la joven que ha asegurado a sus futuros súbditos que hoy es ya otra mujer: merecedora del amor del príncipe y capaz de cumplir con las obligaciones de su rango.

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En España, las cosas han ocurrido de otro modo. Según parece, junto a los voces liberales que, en clave popular, le han venido diciendo al príncipe Felipe: cásate con quien quieras, han aparecido voces discordantes. Entre ellas las de los monárquicos que entienden que la Casa Real es una institución política cuyos intereses han de estar convenientemente representados por la pareja real, a la que cabe exigir una determinada condición social, cultural y educativa. Lo cual, según determinados pareceres, difícilmente podía darse en el caso de la mujer que el principe pretendía: plebeya, protestante y noruega. Finalmente las cosas han acabado como todos sabemos, con la sospecha de que el príncipe ha sido presionado por su entorno o por una opinión pública poco favorable a su elección .

En las encuestas de la calle los noruegos se dicen decepcionados con la actitud de los españoles, a los que acusan de tradicionales. Ciertamente su orgullo nacional ha sido herido, pero en sus acusaciones se manifiestan también la convición de que la familia real noruega y la opinión pública han actuado con mayor liberalidad, respetando los deseos del príncipe y mostrando menos prejuicios, morales y sociales, hacia la condición de la mujer.

En nuestro caso, como lamentan los noruegos, la inclinación del príncipe por Eva Sannum no parece haber sido suficiente. Y si esta novela de amor parece haberse malogrado debemos preguntarnos por qué: ¿a causa de los juicios -o prejuicios- de los monárquicos?, ¿a causa de nuestra ilustración deficiente en la defensa de las libertades personales?, o ¿quizás por un sentido común, poco romántico, que desconfia de los sentimientos, que piensa que el amor no siempre es lo que parece, como no lo es el matrimonio en el que se conjugan otros muchos intereses que los estrictamente personales, y que siendo así hacen falta lazos más fuertes que los puramente emotivos para sostener tamaña tarea sin divorcio?

Isabel Morant es profesora de la Universidad de Valencia.

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