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Columna
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Elogio de la aspirina

Hace apenas un año tuve la suerte de volver a descubrir la aspirina, un medicamento que tenía proscrito por culpa de una úlcera de estómago más o menos imaginaria. Ahora, cada vez que siento el dolor de huesos que sigue al enfriamiento, cada vez que el catarro empieza a destilar sus penosos humores, ¡zas!, me arreo mis buenas dosis de ácido acetil salicílico y en un periquete, como se decía en los tebeos de mi infancia, cuando yo aun no había sido apartado de la magnífica pócima, me siento como nuevo. Si en alguna ocasión la gastritis es más real que imaginaria, compenso sus efectos con un par de almax y aquí paz y allá gloria.

Por eso, no entiendo a algunos amigos, objetores de la química, que pasean por las más variadas especies de espacios públicos sus lamentables constipados. Se trata de un acto de obsceno exhibicionismo, que en contra de las más elementales normas de higiene y del más mínimo sentido estético, goza, absurdamente, de un gran predicamento social. 'Fíjate tú, el pobre, con el trancazo que lleva y ha venido a trabajar'. Y lo que pasa es que no nos atrevemos a decirle que no, que pobres de nosotros los sanos, que él debía haberse tomado aspirina y media, y si no, pues que se hubiera quedado en casa con esa nariz que parece un hisopo, que va bendiciendo con sus bacilos todo lo que encuentra a diestro y siniestro.

También los hay que se quedan en casa y que, encerrados con el catarro como único juguete, no paran de lamentarse por teléfono de lo mal que se encuentran, esperando cual perros desvalidos que les pases la mano por el lomo. Al otro lado del hilo telefónico falsean sus voces que crujen como marcos abatidos por los extraños vientos que soplan en sus mentes. Una vez repuestos, se olvidarán de vosotros.

Pero, peor aún que los objetores de la química, son los desertores de los médicos. El caso extremo es el de F. B. (las siglas son supuestas), un muy querido amigo al que han estado a punto de amputarle el brazo por culpa de su fobia a los médicos. El hombre no pasaba por su mejor momento afectivo y profesional, cuando se rompió el brazo en una caída de bicicleta. Se limitó a permitir -no sin cierta displicencia- que le practicaran los cuidados de emergencia y, a los cuarenta días contados, se quitó por su cuenta la escayola e intentó reanudar sus actividades cotidianas. A pesar de que las molestias no le desaparecían, se negó a ir al hospital, convencido como estaba de que 'los médicos matan'. Todo cambió el día en que le comunicaron que había ganado un prestigioso premio de composición pianística. De repente, se reconcilió con la escritura musical, con el mundo, con los humanos y con las humanas... y ante la posibilidad de que fueran otros dedos los que protagonizaran el estreno absoluto de la obra que tantos esfuerzos le había costado componer, puso su brazo en manos de una traumatóloga, quien con la ayuda de un fisioterapeuta logró salvarlo para mayor gloria de los oídos de los buenos aficionados.

Hoy F. B. (insisto, las siglas son supuestas) es no sólo uno de los compositores más reputados, sino también uno de los intérpretes que más unanimidad ha conseguido entre el público y la crítica. Sin embargo, por no tomarse una aspirinas, es capaz de suspender toda una gira por culpa de un vulgar resfriado.

En fin, que ya lo saben, el próximo año, mucho amor, aspirina y rock and roll.

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