Lecciones de Eva
Es difícil resistirse a los comentarios generados por el anuncio del fin de la relación entre el príncipe Felipe y la modelo noruega Eva Sannum. Sobre todo por la perplejidad que suscitan muchas de las reacciones habidas. De la mayoría de ellas resulta ahora que ha sido un error abandonar una relación que antes se presentaba como verdadero anatema y de la que se hacía depender, ni más ni menos, que la propia supervivencia de la institución monárquica. Se ha llegado a contraponer incluso un supuesto amor romántico y pasional, visto siempre como positivo, al frío decisionismo de la razón de Estado.
El resultado es que el Príncipe parece encontrarse así en una típica situación de eso que en psiquiatría se califica como doble vínculo: si hubiera persistido en su relación se habría alienado a su 'clientela natural', los monárquicos de pro o más tradicionalistas; pero si cede ante estos ha de enfrentarse a las críticas de quienes reclaman de él una decisión autónoma, libre de los condicionamientos impuestos por la tradición. Esta última posición seguiría el siguiente curso argumental: bien está que, a pesar de su desfase histórico, haya una monarquía, pero ésta sólo cobra sentido hoy fuera de las convenciones e hipotecas que la han acompañado desde tiempo inmemorial. He llegado a escuchar incluso una paradójica combinación de ambas posiciones: la inequívoca afirmación, primero, de que el Príncipe debe casarse con una 'profesional' de la realeza, que, tras la ruptura, se torna después en una importante descalificación por no haberse sabido imponer ante las muchas presiones. Y esto sería muestra inequívoca de 'debilidad de carácter'. Ya se mueva en una dirección o en otra, siempre caerá en algún campo minado.
Todo esto no hace sino demostrar la difícil coexistencia entre monarquía y sociedad mediática. La legitimidad monárquica se ha alimentado tradicionalmente del misterio, de lo simbólico, de lo que no aparece ante la mirada pero se adivina o se intuye. Lo que antes era una casi impenetrable caja negra es ahora, sin embargo, objeto de un implacable escrutinio mediático. No sólo la institución monárquica, claro está; en general, cualquier parcela del poder. Sólo que aquélla sufre con más fuerza en su legitimidad los embates de un cierto tipo de prensa; quizá por su mayor dependencia de lo ritual y lo emblemático. Paradójicamente, esta constante presencia unida a ese remanente de auctoritas simbólico es también lo que contribuye a reforzarla. En una sociedad en la que la política muchas veces resulta excesivamente técnica, profesionalizada y 'ajena', esos atributos de la monarquía la permiten una fácil conexión con el público. Algo que se ve reforzado también por su mismo carácter de institución que está por encima o más allá del fragor de las luchas cainitas de la clase política.
La gran cuestión consiste en saber qué puede resultar más funcional para la supervivencia de la institución a largo plazo: o bien mantener esa impecabilidad de los rígidos códigos de comportamiento tradicionales; o, por el contrario, dada su ya inexorable proximidad a las inquietudes y formas de vida del público en general, iniciar un giro más 'popular' y 'humano'. Lo primero se ve enormemente dificultado por las nuevas condiciones de esta sociedad mediática; y lo segundo amenaza con la banalización, con privarle de la 'magia' sobre la que la monarquía ha edificado siempre su autoridad . No es una cuestión fácil. La solución seguramente esté en una posición intermedia. En la búsqueda de la adecuada y prudente ponderación entre estas dos fuerzas puede que se encuentre a la postre la virtú del príncipe contemporáneo -entendiendo aquí 'príncipe', como es obvio, en un sentido literal-. Las sociedades más estables han sido generalmente aquellas que mejor han sabido combinar los elementos positivos de la tradición con la apertura a los nuevos desafíos del presente. Y en esta labor debe implicarse también la institución monárquica. Pero para poder ejercerla su futuro titular deberá poder disponer de la autonomía y libertad suficientes para adoptar las decisiones que estime más adecuadas. Empezando, por supuesto, por su propio matrimonio.
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