Las luces del paisaje
Martínez Novillo (Madrid, 1921), uno de los más insignes supervivientes de la llamada Escuela de Madrid, comenzó a darse a conocer en las difíciles décadas de 1940 y 1950. Teniendo como comisaria a María José Salazar, esta muestra antológica reúne unas 102 obras, las primeras de las cuales están fechadas en 1941 y las últimas, ahora mismo, lo que supone medio siglo de labor creadora. La trayectoria artística de Cirilo Martínez Novillo se merece, desde luego, una retrospectiva de esa naturaleza, acorde con la importancia de este gran pintor en la historia del arte español del último siglo, pero, como se trata de una personalidad discreta y al resguardo de lo promocional, lo que esta convocatoria tiene de homenaje realza su significación.
MARTÍNEZ NOVILLO
Pintura Centro Cultural de la Villa de Madrid Plaza del Descubrimiento. Madrid Hasta el 12 de enero de 2002
Como sabemos, la llamada Escue-
la de Madrid, como su precedente de la segunda versión de la Escuela de Vallecas de inmediatamente después de la guerra civil, opuso una visión intensa y escueta del paisaje a la retórica y, no pocas veces, la vulgaridad del arte de aquellos duros años en nuestro país. La importancia de estos pintores, que no pocas veces también cultivaron el bodegón y el retrato, no sólo se basó en esta, a la postre, actitud moral, sino en la recuperación de los entonces enterrados valores formales de la vanguardia histórica, como los del fauvismo y los del cubismo, pero ahora traducidos en composiciones sobrias y arquitectónicas, y atmósferas cromáticas originales y muy sentidas. Todas estas cualidades son aplicables a otros colegas contemporáneos de Martínez Novillo, pero él los coció en su propia salsa, la de una refinadísima sensibilidad, muy dotada para captar e interpretar de la manera más sutil los efectos de la luz.
Junto a estas dotes, Martínez Novillo supo añadir las de su inquietud, no encerrándose en el aislado coto en que estaba sumido entonces el arte español y buscando fuera lo que mejor se acomodaba a sus cualidades. En este sentido, como otros, viajó a París, en 1952, lo que le permitió conocer en directo los grandes modelos de Picasso y Braque, pero también lo que se hacía en la llamada Escuela de París. Pienso que fue entonces cuando se pudo interesar en una obra como la de Nicolas de Staël y de algunos españoles, residentes en la capital francesa, como Fermín Aguayo. En cierta manera, Martínez Novillo ha sido muy coherente en sus filias artísticas, que lo aproximan, dentro del panorama contemporáneo español, a colegas como Redondela, Pedro Bueno o San José, o, fuera de él, a pintores como los antes citados, pero, en general, a quienes palpitan con las luces del paisaje, sienten con fuerza los temas sencillos y profesan una devoción lírica ante la naturaleza y lo natural de la vida cotidiana.
Esta retrospectiva nos revela, además, gracias a una buena selección de los cuadros y a la amplitud cronológica que abarca, la evolución constante de Martínez Novillo, tanto más apreciable en su matizada riqueza cuanto que siempre se ha movido por un parecido cauce. Por otra parte, resulta emocionante comprobar cómo, a partir aproximadamente de la década de 1970, sus paisajes se hacen cada vez más delicados, sutiles, atmosféricos, con maravillosas luces desvaídas, que generan gamas de color de gran belleza. Es la gran prueba de la decantación final, donde los buenos pintores suelen dar lo mejor de sí mismos, pero, sobre todo, cuando se entregan a su labor con ese amor sin desmayo y se expresan en un registro temático tan adecuado a su sensibilidad y talento. No creo, por tanto, que ningún verdadero aficionado a la pintura asista a esta antológica sin dejar de gozar ante tantos ejemplos del mejor hacer y sentir pictóricos.
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