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El derecho a elegir pareja

Francesc de Carreras

Las palabras pronunciadas por el príncipe Felipe en su inesperada irrupción en la rueda de prensa ofrecida por el jefe de la Casa del Rey han puesto fin a los rumores de su futuro matrimonio con Eva Sannum, a la vez que confirmaban la relación sentimental que ambos han mantenido a lo largo de los últimos cuatro años. Creo que la noticia no debe ser tratada únicamente desde la perspectiva de la llamada 'prensa del corazón' sino que, al ser uno de los protagonistas el sucesor del actual Rey, ofrece una dimensión política evidente, especialmente por las circunstancias que han rodeado el caso.

Al hablar de circunstancias me refiero, como es obvio, a las presiones ejercidas sobre el Príncipe para que pusiera fin a esta relación. No tengo constancia cierta sobre si ha habido presiones de tipo familiar o privado, aunque imagino, como tantos españoles, que no sólo han existido sino que han sido las más concluyentes en la muy digna decisión final que la pareja afectada ha tomado de mutuo acuerdo. Pero, en todo caso, lo que sí consta es que ha habido presiones públicas: desde la prensa, especialmente desde el ABC, se ha publicado algún artículo sobre la novia noruega que ha constituido una clara intromisión en su vida privada, por supuesto escrito desde una mentalidad carca y clasista que si bien es expresión de núcleos conservadores realmente existentes no se corresponde con lo que piensan muchos otros sectores de la sociedad española.

Uno de los aciertos de la actual monarquía es haber prescindido, cuando menos aparentemente, de los monárquicos. En efecto, el Rey no ha creado una Corte. Pues bien, en esta campaña, los monárquicos han reaparecido y se han mostrado como un grupo compacto y agresivo que, a la vista del desenlace final, hacen presumir que pueden estar autorizados, o quizá instigados, por el más alto representante del órgano constitucional que dicen defender. Al ceder ante estas presiones -que es la percepción que muchos tenemos- no sólo se ha debilitado, probablemente, la imagen pública del heredero como persona independiente y madura, sino que de rebote ello ha afectado también a la Corona misma.

No sé si el Rey y su entorno han calibrado bien la situación. Como sucede también en las otras monarquías europeas, la inmensa mayoría de la población española no es monárquica, si entendemos este término en su sentido tradicional. Las monarquías occidentales perviven por sus específicas circunstancias históricas, cada una de ellas ciertamente muy peculiar, pero sus ciudadanos son mayoritariamente republicanos. En nuestro caso, se adoptó la forma monárquica en la Jefatura del Estado por el decisivo papel desempeñado por el Rey en los años de la transición a la democracia. Después se fue consolidando por su firme actitud en defensa del régimen constitucional durante las tensas horas del 23-F, por el estricto cumplimiento de sus deberes jurídicos sin salirse nunca del ámbito que le corresponde por su cargo y, también, por su simpatía y trato campechano. Todo ello ha contribuido a que la familia real en su conjunto disfrute de una indudable popularidad, lo cual se refleja en todas las encuestas de opinión que muestran como la Corona es la institución pública más valorada, muy por encima de gobiernos, diputados, senadores, jueces o partidos políticos.

Ahora bien, todo se puede venir abajo si las condiciones cambian, es decir, si se produce un enfriamiento en las relaciones entre el Rey y la mayoría de la sociedad debido a que -como en los últimos meses- al estar prisionera de los partidarios de las viejas ideas aristocráticas se desvíe de la monarquía que ha funcionado razonablemente bien a lo largo de los últimos 23 años. Una monarquía que, aparte de cumplir estrictamente sus deberes constitucionales, tiene unas costumbres que no desentonan mucho del resto de la sociedad española. Entre ellas, por supuesto, el derecho a escoger pareja con total libertad, no por indicación de sus padres o amigos.

La monarquía es una institución frágil. El jefe del Estado es un órgano constitucional del que se puede prescindir, sobre todo si no desempeña ningún poder, como en el caso de las monarquías parlamentarias. Que el jefe del Estado sea un rey no tiene hoy ninguna justificación racional, a menos que las circunstancias históricas lo hayan aconsejado. La monarquía parlamentaria tiene así, únicamente, una justificación práctica. Pero dejará de estar justificada, y por tanto, de ser legítima, cuando los ciudadanos crean que ha dejado de ser útil.

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Por otra parte, la monarquía, en su forma parlamentaria, es compatible con la democracia. Pero si un miembro de la familia real no puede casarse con quien desee por razón del origen social de su pareja quizá resulte que es incompatible con los derechos humanos, en especial con el derecho fundamental a la igualdad y a la no discriminación que nuestra Constitución reconoce. La mayoría de los españoles tienen un origen social parecido al de Eva Sannum: muchos de ellos, a la vista de los hechos, pueden considerar, a partir de ahora, que la familia real es algo distante y ajeno, un coto cerrado anclado en las viejas maneras de los antiguos tiempos. Quizá no es casualidad que en los últimos días se haya oído en el Congreso el grito de '¡Viva la República!'

Como tantos españoles, soy un republicano al cual no le importa que tengamos un Rey como el que tenemos. Y me gustaría que la monarquía se conservara tal como está para no reproducir de nuevo la artificial fractura política entre monárquicos y republicanos. Con la manía de tratar de averiguar si nos sentimos españoles, catalanes o vascos, creo que ya tenemos planteados suficientes falsos problemas.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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