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Columna
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General invierno

Cualquier tiempo pasado fue peor, meteorológicamente hablando. Ya no hay inviernos como los de antes, el invierno ya no es lo que era; puestos a pulsar la cuerda de la nostalgia, ante la displicente o perpleja mirada de los más jóvenes, los adultos, cuanto más adultos más nostálgicos, llevan sus añoranzas hasta el extremo de echar de menos el frío polar, las grandes nevadas, tan fotogénicas como dañinas, y los sabañones contumaces. 'Esto no es nada', suelen comentar, entre ataque de tos y castañeteo de dentadura postiza, los abuelos, tratando de poner al mal tiempo buena cara antes de centrarse en el relato de las vicisitudes atmosféricas del invierno del 43 y de sus víctimas, ateridas a la intemperie o atufadas al amor emponzoñado del brasero. No hay sequías tan pertinaces como las de antes, ni inviernos tan glaciales como los de ayer. Hasta que los hay, hasta que ignorando olímpicamente el calentamiento de la atmósfera inducido por el 'efecto invernadero', el termómetro decide caer más bajo que nunca y quitarles la razón de la boca a los que se jactan de haber conocido días peores.

Los meteorólogos, profetas incomprendidos a los que sólo se recurre, como a Santa Bárbara, cuando truena en exceso, dicen que no se registraban temperaturas tan bajas, en la Península en general y en Madrid en particular, desde hace treinta años. El clima de la capital, digan lo que digan las guías y los folletos turísticos, nunca fue muy de fiar, fue y es un clima solapado que te la puede jugar cuando menos te lo esperas, como recoge el dicho popular el aire de Madrid mata a un hombre y no apaga un candil. Los más viejos rememoran los carámbanos de la Cibeles y el ecológico sistema de entrar en calor con castañas asadas en los bolsillos y las manos en ellos, y aportan métodos caseros para descongelar las cañerías de los chalés de la sierra que antes fueron residencias de verano y hoy primera vivienda todo el año gracias a la mejora de las comunicaciones y al deterioro de la vida cotidiana en el casco de la capital.

La tecnología de hoy no tiene mucho que decir ante los problemas de siempre, los que produce esa Naturaleza, tan deificada, a la que sus adoradores llaman sabia entre otras inmerecidas lindezas. Los meteorólogos, con sus sofisticadas herramientas, ya no son augures, más o menos ilustrados, sino científicos con un respetable nivel de aciertos en sus predicciones a corto plazo. Pero parece ser que los responsables de la seguridad, las comunicaciones, el abastecimiento de energía y otras necesidades básicas escuchan las predicciones de los meteorólogos como quien oye llover, como diciendo 'no será para tanto, éstos siempre exageran' o 'no hay que alarmar a la población civil sin fundamento'. En Cataluña, las autoridades meteoescépticas reaccionaron tarde, mal y poco ante el temporal, y uno de sus más conspicuos portavoces tuvo la desfachatez de cargar con las culpas a los ciudadanos bloqueados en las carreteras por haber desoído sus prudentes consejos de no utilizar sus vehículos salvo en caso de emergencia. Perversa paradoja porque a las carreteras heladas o nevadas les trae sin cuidado que los que circulan por ellas lo hagan urgidos por la emergencia o para dar un paseo; o se puede circular o no se puede circular; pero los consejos salen baratos, mucho más baratos que la prevención de riesgos aleatorios y daños colaterales.

El frío que nos invade tiene una denominación de origen muy reputada, pues se trata de un frente de frío siberiano, una incursión del general invierno, que tiene allí sus cuarteles. Las primeras víctimas de su ofensiva duermen envueltos en mantas que pudieran ser sus mortajas sobre las aceras del centro de Madrid o se acurrucan en sus precarios refugios. Con una temperatura que rondaba los once grados bajo cero, en la selva glacial de la Casa de Campo, prostitutas de origen africano tiritaban hace unos días, semidesnudas, a la luz de los faros de los raros automóviles que circulaban por la zona. Un frente siberiano que entró a traición por el Mediterráneo como una guadaña helada para poner en entredicho, una vez más, este modelo de sociedad cada día más dependiente de mecanismos creados para dotarla de más independencia, autopistas que se bloquean con las primeras nevadas, veloces automóviles para quedarse atascados en ellas, energía eléctrica y agua corriente, salvo en caso de emergencia y demás bicocas.

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