Trigo, aceite y cerdo
El año pasado, por estas fechas, hicimos una primera aproximación al mundo de los cantos navideños andaluces en tres asaltos: los campanilleros (procedentes de antiguos cantos de ánimas, culto a los antepasados), los aguilandos (en la parte oriental sobre todo, para pedir dinero a los ricos en el cambio de año) y los villancicos propiamente dichos (de contenido festivo; profano las más veces, religioso otras). Aunque parecieran una misma cosa, ya veíamos que no lo son.
Sólo los confusos derroteros de la historia, y la decidida voluntad de la Iglesia por adueñarse de la savia popular para sus menesteres litúrgicos, los han hecho aparecer como sinónimos, cánticos diversos, todo lo más, para la conmemoración del nacimiento del Niño-Dios cristiano. Ni mucho menos esto es así. El 25 del último mes del año (octubre hasta la reforma del calendario juliano; diciembre, después), los antiguos ya celebraban el nacimiento de un Niño-Dios solar (unas veces Mitra, Osiris otras), hijo de la Virgen Celeste o Diosa Celestial, sobre el que se asentó el nuevo culto; lo que no ocurrió hasta tres siglos y medio después de que arrancara el cristianismo.
Pero debajo del símbolo, pagano o advenedizo, lo que había era el puro regocijo de ver renovarse a la naturaleza en el solsticio invernal, bien tangible en el nacimiento del cereal sobre estas fechas, como todo el mundo que salga hoy a las campiñas comprobará fácilmente. Es decir, eran festejos de esperanza fundada en una buena cosecha. En Andalucía, la recolección de la aceituna, ya iniciada, presagiaba también un buen resultado en el otro alimento fundamental. La matanza del cerdo completaba el cuadro de lo que, en el fondo, no eran sino alegres invocaciones al buen yantar, en este último caso con reafirmación cristiana, frente a las culturas morisca o judía, que tienen vedadas las suculencias del marrano.
Para otro momento dejamos la clasificación temática, no menos enrevesada y deudora de esas mismas vicisitudes, que hoy nos tienta. Empezaremos por esa curiosa dualidad festiva, en torno al trigo o al aceite. Un mismo villancico profano, el de la molinera, se refiere en unos sitios al primero, en otros al segundo; incluso pueden coexistir en determinadas comarcas andaluzas. Por la sierra de Aracena (Huelva), llegada la Nochebuena, algún miembro mayor de la familia se hace con la zambomba y se pone a cantar, para que todos le sigan: 'La molinera gasta / ricos collares / con la harina que roba / de los costales. / La molinera / le da con aire a la rueda, / que muela, que muela. / La molinera gasta / ricos zapatos / y el pobre molinero / anda descalzo'. (Al estribillo).
En tierras cordobesas de la Subbética, encontraremos la versión aceitunera: 'Gasta la molinera / ricos corales / del aceite que roba / en los trujales. / Ay, molinero, dale, / dale a la viga / con fuerza, que muela, que muela'. Pero es que al norte de la misma provincia, en el valle de Los Pedroches, encontraremos los tres elementos (trigo, aceite y cerdo) reunidos en una misma copla navideña, pero de matiz social, añoranza y lamento por la escasez que sufren algunos: 'Lo mejor que entra en barriga / la noche de Navidad / es un torrezno del pico / y un ajito de cuajar. / ¡Qué será de los pobres / que se acuestan sin cenar / mucha hambre y poco pan!'. Y también: 'Todo mi querer lo tengo / en un ajo sopeao, / en una tajá morcilla / y un torrezno cuajao'.
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