Peor que un jefe sin gracia
Cómo dormir tranquilo si al tumbarte sabes que dos de cada tres vecinos votaron a Zaplana, que Zaplana quiere ser Aznar, que Aznar localiza en Berlusconi las virtudes que le negó a Felipe González
Vergüenza
Lo más patético de Aznar haciendo de cómico palurdo -en pleno episodio de narcisismo situacional adquirido- es que deja claro de una vez por todas cómo se las gasta el chaval cuando sale de farra con los suyos, con todo el pasado por delante. Claro que también produce escalofríos esa ristra de jóvenes alegres y combativos celebrando las gracias de casino de su jefe nacional, por lo mismo que genera desconcierto una derecha de postransición incapaz de disponer de un sujeto presentable en la escenificación de sus poderes. Los chascarrillos de aldea que tanto agradan a ese patoso con más bigote que talento certifican que no estamos ante un hombre que se deje influenciar así como así por lecturas tan delicadas como los poemas de Luis Cernuda o la prosa de don Manuel Azaña, y que lo suyo sería el dúo jocoso con Paco Umbral para la retransmisión de las uvas.
Otra generación perdida
Antes de que a los analfabetos funcionales les diera por escribir novelas había por aquí algo parecido a una generación de narradores en castellano muy apreciable, por más que nunca optaran al Nobel ni fueran abrumados por las multitudes lectoras de mini best sellers mensuales. Hablo de gente como José Luis Aguirre o Vicente Puchol, entre tantos otros. Personas de una educación exquisita, y de cultura, supervivientes de tantas guerras como el coronel Aureliano Buendía, perdedores -ellos sí, reales- de todas ellas, y continuadores de una tradición culta de la escritura que o se ha perdido o se desliza hacia el amaneramiento deliberado. Republicanos con clase que odiaban el franquismo que combatieron y lectores tempranos de Faulkner o Proust, Melville o Conrad. Tal era su fe -sin duda, también errada- en la vida literaria. Y no como ahora.
Lugar de la metáfora
Algo tendrá la metáfora cuando la bendicen incluso quienes lo ignoran todo sobre ella. No se sabe a santo de qué misterio casi todo el mundo la confunde con una comparación simple del tipo del como si, de modo que leen una tontería a la manera de'tus labios son como rubíes' y se dicen, tate, aquí hay gato encerrado, o sea, una metáfora. Más terrible resulta la propensión a confundir la metáfora con una comparación que, además, debe ser bonita, esto es, tan poética al menos como una de las siniestras figurillas de Lladró. En esas estamos, en lo que toca a un asunto de tanta enjundia y mayor provecho. Las metáforas -literarias- dignas de ese nombre no se encuentran en Elvira Lindo ni en su santísimo esposo, pero reposan a borbotones en las páginas de los clásicos y en las de algunos contemporáneos. 'Mira, mira cómo fluye la sangre de Cristo por el firmamento' es una de las más célebres, aunque prefiero otra, sólo en apariencia más sencilla, pero más curtida: 'El instante atónito'. El instante es así, exactamente así.
La gravedad adolescente
Entre los indicios seguros de que ya no se volverá a ser joven figura, en atroz lugar de privilegio, la curiosidad flotante hacia los signos adolescentes, ese universo de postrimerías. Sus pasos severos al caminar con la mochila en los días de a diario, su efímera disponibilidad solidaria, sus compungidas confesiones de cafetería sobre la soledad arbitraria de los padres, su egoísmo refulgente. Salvo en las fechas fijas de jolgorio, que observan con el entusiasmo propio de la edad que la costumbre les supone, adquieren a veces una seriedad de improperio que refuta -al repetirla- la tristeza adulta, y sus argucias. Más interés que el gesto o el dibujo de los labios persuasivos tiene una mirada que es alegoría y estampa de un recorrido de paso, donde lo que es no aspira a usurpar el sitio de lo que fue, y donde lo que será se presume con espanto mediante pesadumbres de pestaña. Lo que queda de Pilar del Castillo debería saberlo, por desdén a la ignorancia.
El error sin formas
Entre los indicios seguros de que ya no se volverá a ser joven figura, en atroz lugar de privilegio, la curiosidad flotante hacia los signos adolescentes, ese universo de postrimerías. Sus pasos severos al caminar con la mochila en los días de a diario, su efímera disponibilidad solidaria, sus compungidas confesiones de cafetería sobre la soledad arbitraria de los padres, su egoísmo refulgente. Salvo en las fechas fijas de jolgorio, que observan con el entusiasmo propio de la edad que la costumbre les supone, adquieren a veces una seriedad de improperio que refuta -al repetirla- la tristeza adulta, y sus argucias. Más interés que el gesto o el dibujo de los labios persuasivos tiene una mirada que es alegoría y estampa de un recorrido de paso, donde lo que es no aspira a usurpar el sitio de lo que fue, y donde lo que será se presume con espanto mediante pesadumbres de pestaña. Lo que queda de Pilar del Castillo debería saberlo, por desdén a la ignorancia.
Sucede que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural. A un tal Martín Cred le han premiado por diseñar una habitación totalmente vacía que se ilumina de manera intermitente, como un árbol de Navidad. Por cierto que la indumentaria del tipo en cuestión es bastante más rica en connotaciones deliberadas que su instalación vacía. Al menos, Yoko Ono tenía la decencia de sugerir a distancia que añadieran unos cuantos colgajos a una instalación que a su barroca marchante valenciana -y frenética articulista fingida- le parecía así como desvaída. Sobre la pueril ocurrencia del inglés se lanzarán los columnistas adictos a la metáfora de adolescente con inquietudes, convertidos todos en monos de repetición de una intertextualidad de quincallero.Otra generación perdida
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