Lotería
El Estado nos tiene atrapados. Tras décadas de dictadura, la transición logró liberarnos de las cadenas que atenazaban la vida política, social y cultural. Dimos pasos de gigante en favor de la libertad de expresión y logramos crear instrumentos que desarrollaron nuestra capacidad crítica, poniendo freno a la manipulación desde el poder. En ese sentido, el cambio experimentado en el último cuarto de siglo es verdaderamente espectacular y, sin embargo, cada año, de forma sistemática, los ciudadanos seguimos siendo víctimas de una inclemente imposición.
Me refiero a la Lotería de Navidad. Ya sé que el Organismo Nacional de Loterías no dispone de una legión de agentes embozados que obliguen a comprar los décimos pistola en mano, pero hay métodos más sutiles y perniciosos de forzar las voluntades. Sistemas refinados de dominar las mentes dirigidos a lograr que detraigamos cuantiosos recursos de nuestra siempre maltrecha economía para entregarlos al Tesoro Público incluso con entusiasmo. Eso es lo que pretende ese personaje calvo que desde hace unos años sale en los anuncios de televisión. Un tipo enigmático que evoca hábilmente nuestra infancia con imágenes en blanco y negro en las que aparecen las calles y los comercios de antaño. Se trata de una estrategia audiovisual diseñada para penetrar en la zona del subconsciente donde permanece lo más entrañable de la niñez y en la que figuran idealizadas aquellas mañanas del sorteo en que comenzaban las vacaciones de Navidad. Aderezado con una sugestiva música, una esmerada fotografía y una realización de León de Cannes, el spot resulta de una eficacia abrumadora.
Después de verlo, son difíciles de reprimir las ganas de salir corriendo a la administración de lotería mas próxima para comprar unos cuantos décimos con el objeto de conjurar la traición a nuestro propio pasado. Pueden estar orgullosos los que diseñaron la campaña porque la capacidad de persuasión de ese calvo y sus alegres libélulas les convierten en un auténtico peligro público. Con ser de lo más sibilino y eficiente, el de la añoranza dista mucho de ser el único elemento que el aparato recaudatorio pone en juego para embrujar a los indefensos contribuyentes. Está el tradicional estímulo de la codicia, que siempre cosechó buenos resultados, aunque nunca tantos como los que obtiene especialmente en este sorteo el temor al ridículo. El truco consiste básicamente en incentivar lo más posible la distribución de lotería entre grupos y colectivos. De esa forma aparentemente inocente se logra comprometer a los más reacios que difícilmente podrán escapar al ofrecimiento de un compañero, familiar o amigo. Hay que ser muy templado para atreverse a rechazar un número del que participan, por ejemplo, los empleados de tu empresa y correr el riesgo, por remoto que sea, de que toque y resulten todos agraciados menos tú. La cara de capullo que se te puede quedar viendo a los compañeros recogiendo una lluvia de millones, mientras uno continúa siendo pobre de solemnidad, es simplemente inasumible. Además de soportar a los colegas presumiendo de coches y trajes nuevos, hay que aguantar el inevitable cachondeo subyacente que se derivaría de la situación. El pánico ante ese supuesto es el que me empuja en estas fechas a comprar lotería a regañadientes.
Soy de los que van por ahí con el rollo de que la mejor lotería es el trabajo y que matemáticamente las posibilidades de que te toque un premio gordo son tan mínimas que no merece la pena considerarlas. Soy también de los que filosofan calificando de impúdico al azar por su falta de criterio a la hora de escoger entre pobres y ricos. Y soy además de los que se estremece pensando en que, al igual que los giros de un bombo pueden hacerte rico en un segundo, la ruleta caprichosa de la vida te puede proporcionar otro tipo de sorpresas menos agradables. Se harán, por tanto, una idea de hasta qué punto me resulta penoso el ceder al chantaje moral y sentimental de la Hacienda pública y su diabólica maquinaria de loterías. Este año me propuse muy seriamente el jugar lo menos posible. Traté de participar tan sólo del billete que se compra en la empresa, pero todo el esfuerzo ha sido en balde. Tengo un cajón lleno de participaciones y la cartera vacía. La dictadura sigue viva. Si al menos me tocara el gordo sería un consuelo.
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