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Columna
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Pobre patriotismo y poco constitucional

Los dirigentes del PP han tenido, al menos, el buen acuerdo de dar a la publicidad el contenido de su ponencia congresual sobre el 'patriotismo constitucional'; así se puede conseguir que rectifiquen algunos de los contenidos que hemos conocido por la prensa. Pero el mal ya está hecho. No consiste en que la derecha vuelva a proclamaciones joseantonianas o en resucitar cierto 'franquismo cibernético', como ha ironizado la oposición, sino en realidades de más trascendencia y más penosas.

¿Ha leído Aznar en alguna ocasión a Jürgen Habermas? Todo hace pensar que no, porque en vez de interpretarlo de forma correcta atribuye a la expresión 'patriotismo constitucional' un contenido tan banal que casi se podría calificar de hortera. Para el filósofo alemán, la expresión, nacida en contraposición al carácter étnico de algún nacionalismo, supone el predominio de unos principios, los de la democracia, sobre las identidades culturales. En este sentido, el verdadero 'patriotismo constitucional' es lo que nos une a todos por encima de otras adscripciones y, como tal, no debiera ser utilizado por ningún partido. Resulta paradójico que esta expresión sea empleada, además, en sentido discriminatorio por quien carece de credenciales por haber defendido en el pasado esos principios a los que ahora se aferra con voluntad de monopolio. ¿Podría, pongamos por caso, enseñar la democracia a Jordi Pujol, que se pasó un año y medio en la cárcel, previa tortura, el abuelo del señor Aznar, descrito por Azaña como un converso al fascismo porque no se le quiso conceder el puesto de embajador en La Habana? Tampoco parece que pueda el nieto.

Mala cosa es remitirse a antecedentes personales y remotos, pero el PP lo provoca con su ofensiva apelación al 'patriotismo constitucional'. Al margen de ello (y de ignorar qué es federalismo), todo el texto de la ponencia tiene un aire entre rancio y mohoso. Da, en efecto, la sensación de que vibra en él un sentimiento de angustia por una España perdida. De ahí el antagonismo contra las 'identidades virtuales', contra la 'plurinacionalidad' o las acusaciones de 'dilettantismo político' a fórmulas políticas que no se entienden, a la vez por falta de capacidad y de voluntad. No se sostiene la apelación a la Constitución de 1812, un texto centralista al máximo en total contraposición con una España que ha hecho también una brillante transición hacia un Estado muy descentralizado.

Negarse por principio a modificar la Constitución no tiene sentido. La pura funcionalidad obliga a ello: hoy, el Senado es el mísero receptáculo de apasionantes discusiones sobre el toque de campanas en los pueblos y una sala de exposiciones para mostrar la historia de la peseta, ahora que desaparece. Muy cara parece la Cámara para tan excelsos fines. Cambiar la Constitución es sencillamente inevitable. ¿Van a tolerar las mujeres españolas la sucesión masculina de la Corona durante las próximas décadas?

Pero, sobre todo, lo que transpira el texto de la ponencia del PP es una idea de España enteca, mutilada, chata, carente de lo mejor que nos caracteriza. Hoy, cualquier patriotismo español debe ser, ante todo y sobre todo, un patriotismo de la pluralidad, que vea a ésta como infinitamente fecunda y provechosa para todos. La razón es obvia: se trata de nuestro rasgo más distintivo en la Europa del tercer milenio. No hay otra realidad política en que el 42% de sus habitantes tengan otras lenguas oficiales, aparte de la predominante, o en que esta circunstancia se dé en siete de las diecisiete comunidades autónomas. Pero, sobre todo, produce una profunda desazón pensar que si nos apuntamos al 'patriotismo constitucional' del PP deberemos mirar con severa prevención a personas como Oteiza y Chillida, Miró y Tàpies, Maragall y Pla, Joan Fuster y Castelao. Ellos han vivido desde su nacionalidad colectiva y nos han prestado mayores servicios patrióticos a todos que Aznar. Pertenecen a la España grande; la del presidente es mucho más chiquitita.

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