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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tres novelas en una

El señor Mee, de Andrew Crumey, responde, honorablemente, a lo que se llama un buen artefacto literario. Es una novela, por supuesto, pero lo que queda en la mente del lector, sobre todo, es el ajustado mecanismo con que se fijan sus piezas, aparentemente desajustadas, en la última página -aquí, incluso, en la última línea-, armando el rompecabezas en una estructura cerrada.

Tres son las narraciones alternas que componen la novela: la noticia de la Enciclopedia de Rosier, cuya necesidad de hallazgo lleva al señor Mee, un cándido, entrañable y absurdo octogenario, que vive fuera de época -cuya verosimilitud hubiera puesto en aprietos al mismísimo Franz Capra-, a comprar un ordenador y navegar por Internet; las peripecias, inconcebiblemente cómicas, de Minard y Ferrand, dos copistas franceses del siglo XVIII que huyen de un supuesto complot con unos legajos peligrosos -la Enciclopedia de Rosier-, y recalan en Montmorency, muy cerca de donde vive Rousseau; y las ansiedades amorosas con una alumna del indeciso, y algo patético, profesor Petrie, autor de un estudio sobre las relaciones de Minard y Ferrand con Rousseau, quien en el libro X de Las confesiones menciona a los copistas de pasada como jansenistas disfrazados de sacerdotes, y con quienes el filósofo jugó ocasionalmente al ajedrez.

EL SEÑOR MEE

Andrew Crumey Traducción de José Luis López Muñoz Siruela. Madrid, 2001 346 páginas. 2.800 pesetas

Las tres historias, vinculadas por una especie de genealogía dudosa, conectadas por la existencia apócrifa de la Enciclopedia de Rosier, que postula un universo paralelo y anticipa lo que ahora es Internet, le sirven a Crumey para proponer una burla muy educada de la investigación filosófica, cuando ésta es más un marasmo de datos que una verdadera introspección en la naturaleza humana. De hecho, los protagonistas de las tres historias tienen un comportamiento un tanto irrisorio, paradigmáticos del atolondramiento que actualmente produce la búsqueda de información. El anciano señor Mee desconoce, no ya la diferencia entre un bote de conserva y una acelga, sino qué tienen las mujeres entre las piernas, lo que le lleva a suposiciones inocentes y muy anacrónicas; los copistas, que también viven en el limbo, admiran el nombre de Rousseau -o mejor, el prestigio de su nombre-, pero no saben nada de sus libros; el profesor Petrie sí sabe algo, es el más aventajado de esta galería de incapaces, lo que no es ser muy inteligente, pero su saber consiste en nociones, o más bien en chismorreos, sobre literatura comparada, un conocimiento muy sesgado y teórico que le hace sentirse Proust, sencillamente porque también él escribe en una cama de enfermo.

La novela adolece de un exceso de suficiencia; quiere ser a la vez ingeniosa y divertida, y ciertamente lo logra con creces, pero a costa de no ser otra cosa. Las conexiones de las tres historias -en realidad podrían haber sido novelas independientes- producen a la larga la intriga del texto, puesto que la necesidad de ensamblaje opera en la lectura como una restitución del orden. Pero hasta que se logra esta ecuación -Crumey estudió matemáticas-, la novela se demora en reflexiones pormenorizadas sobre la vida cotidiana de sus protagonistas -enfermedades, desafectos, manías-, con un punto de grata comicidad que hace olvidar, no obstante, el parentesco que les une, lo que obliga a Crumey a entretener el desarrollo de la novela con el malabarismo seductor de su estilo -que ha sido comparado con Borges y Calvino-, muy dado a especular acerca de 'los beneficios terapéuticos del pastiche voluntario, para no tener que pasarnos el resto de la vida produciendo pastiches de manera involuntaria'.

La novela, en todo caso, proporciona el placer intelectual de los collages; redime un material sobrante al insertarlo en la esfera de otro universo. Así sucede con sus personajes, especialmente con el señor Mee, deliberadamente anacrónico para que su extravío en la época actual resulte burlesco. De ahí que al final, por desgracia, esta novela no sea otra cosa que una broma bien urdida, aunque podría haber sido, si Andrew Crumey hubiera jugado más fuerte, un vertiginoso thriller filosófico.

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