Don, ebriedad, clarividencia
La edición de la Poesía completa de Claudio Rodríguez (1934-1999) permite apreciar el lugar principal del autor en la lírica española del siglo XX, sobre todo de su segunda mitad. No fue el poeta un corrector compulsivo de sus textos ya publicados, de modo que, salvo leves retoques que afectan a la puntuación, los cinco libros contenidos en este volumen son los ya conocidos. Es de prever que, tras este tomo, vengan briznas, virutas y rebañaduras de poemas y libros inéditos, quizá faltos de la última lima. Confiemos en que su publicación no se haga contra los designios expresos del poeta o, cuando no se conocieran éstos, contra el buen sentido literario. En todo caso, lo importante de Claudio Rodríguez está aquí, y acaso debería decirse que todo lo importante está en cualquiera de estas composiciones, pues en cada una se halla, miniado, el universo del escritor.
POESÍA COMPLETA (1953-1991)
Claudio Rodríguez Tusquets. Barcelona, 2001 384 páginas. 3.000 pesetas
Su fervor y esencialismo lo asimilan a Jorge Guillén, lo alejan de él las vislumbres irracionalistas que lo conectan con el Rimbaud de Iluminaciones
Entre 1944, en que Dámaso
Alonso publicó Hijos de la ira, y 1966, fecha del libro de Gimferrer Arde el mar, no se dio en el panorama español una sorpresa como la que supuso Don de la ebriedad -de 1953 según consta en el colofón, aunque en realidad de 1954-, un milagro de adolescencia sin apenas conexiones con la tradición inmediata o mediata. Ese primer libro del zamorano está compuesto, que no escrito, durante largas caminatas por el campo, y sus versos nacieron acunados al compás de sus pasos, que el poeta iba oyendo 'con la fruición de un pobre lazarillo'. Si su fervor y esencialismo lo asimilan a Jorge Guillén, lo alejan de él las vislumbres irracionalistas que, por otra parte, lo conectan con el Rimbaud de Iluminaciones, aunque en Rodríguez no se producen en prosa poética sino en series métricas generalmente rimadas, sin que el orden rítmico obstaculice el vuelo dionisiaco y la reverberación de los sentidos. Más al fondo está la lección de los espirituales castellanos del siglo XVI, perceptible en las imágenes faltas de fijación sensorial, cuyas irisaciones dibujan un haz de claridad celeste que desciende hasta las formas ('Siempre la claridad viene del cielo; / es un don') y se deshace sacrificialmente en ellas. Como fray Luis en su pretensión de 'contemplar la verdad pura, sin velo', Claudio Rodríguez anhela alguna vez liberarse de ataduras humanas ('Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre / para no acabar nunca'), si bien en el curso de su maduración los sentidos engañadores pueden convertirse en senda de acceso al conocimiento: 'Ved: ya los sentidos / son una luz hacia lo verdadero'.
Algunos escritores quedan paralizados por el asombro que provoca su irrupción literaria, incapaces luego de responder a las expectativas que despertaron. Nadie se habría extrañado mucho si hubiera sido ése el caso de Claudio Rodríguez, un poeta 'de la estirpe de Hölderlin', en palabras de Tomás Segovia, y aún no veinteañero en el momento de su aparición. No sucedió así: tras la fuga cósmica y alucinada del primer libro, Conjuros (1958) fue la confirmación de un poeta mayor, que exponía el retorno odiseico a la patria chica, al río Duero o Duradero, a la calle vecinal y a la estancia materna. La voz que lo sostiene pretende restaurar la gracia y la solidaridad abolidas, la plenitud idílica de un mundo de romerías y fiestas leopardianas (El baile de Águedas), tras las que se agazapa la melancolía de quien rema aguas arriba de la historia, con la pretensión de llegar a ese momento anterior al pecado.
El libro más complejo de Claudio Rodríguez es Alianza y condena (1965), para muchos su obra cumbre, donde las revelaciones de Don de la ebriedad y las llamaradas vocativas de Conjuros se resuelven en espléndidas alegorías del conocimiento. El título se refiere a la dualidad entre los valores de pureza y fraternidad, por un lado, y la condena que también forma parte de la existencia, por otro: la perfidia de los 'hombres / con diminutos ojos triangulares / como los de la abeja', la esclerosis de la rutina vitalicia, 'la adulación color lagarto / junto con la avaricia olor a incienso', la 'feria / de la mentira'... Y es curioso notar cómo las lecturas que va haciendo Rodríguez del simbolismo francés, de la mística hispana, de la poesía anglosajona romántica (Keats, Wordsworth) o contemporánea (Larkin, Dylan Thomas) fertilizan su mundo interior pero no alteran ni su lenguaje ni su mito personal. La maestría alcanzada en esta obra tal vez no dejó ver en su plenitud la belleza del siguiente libro, El vuelo de la celebración (1976), donde frente a los chispazos epifánicos prevalece la escrutación honda de objetos y personas, y donde la inocencia y la ternura contrastan con el dolor macerado de poemas tan estremecedores como Herida en cuatro tiempos, a propósito del asesinato de su hermana.
Su último libro, Casi una leyen
- da (1991), es una reorganización de motivos anteriores, además de una trémula indagación sobre la muerte. En un poema como Solvet seclum, las figuraciones funerales enlazan temáticamente putrefacción y regeneración, cámara maternal del feto y cámara sepulcral del cadáver: la vida, en suma, asomando como una larva por entre la podre, o como una amapola que se instaurara en la desecación tectónica de la muerte.
La obra de Claudio Rodríguez es sustancialmente unitiva, al conjuntar lo sensible y lo intelectivo, el lenguaje de los conceptos y el de las cosas, los simbolismos uránicos -alondra, golondrina, estrellas, cerro de Montamarta- y los telúricos -gorrión, que picotea entre nuestros zapatos y mete en su pechuga 'todo el polvo del mundo'-. Las pautas rítmicas favorecen una armonía en diálogo pitagórico con la música espacial. Estos versos invierten la lógica diurna del pensamiento racional y trazan el dibujo de una 'noche tan de alba que nos resucita', como la 'noche amable más que el alborada' de san Juan, cuyas aves de altanería se ciernen en un aire en que los objetos gravitan hacia lo alto.
El volumen presente ha aparecido en una colección subtitulada Nuevos Textos Sagrados. De entre los poetas de su generación, Valente avanzó desde el realismo crítico hasta la aspereza medular y la expresión enjuta de la nada; Brines ha construido el discurso húmedo de la elegía, y a Gil de Biedma le cabe el mérito de haber bajado la poesía de su pedestal retórico y de romper los automatismos del lirismo previo. Y sí: junto a ellos, pero también frente a ellos, la tarea de Claudio Rodríguez ha consistido en caligrafiar este palimpsesto sagrado.
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