Secreto orden de luz
El perfil de esta nueva -y, de nuevo, de emoción tan extraordinaria- muestra de Xavier Valls (Barcelona, 1923) viene dado por su eventual coincidencia con la publicación del libro que Miguel Fernández-Brasso, su galerista madrileño en el curso de la última década, ha edificado en torno a una larga conversación con el pintor. Lo que la palabra de Valls desgrana en torno a la indagación del enigma de lo sensible que guía su trabajo o la evocación de los encuentros carismáticos con Léger, Giacometti, Carpentier, Luis Fernández o Balthus, en ese escenario parisiense en el que se afincaría hace ya más de medio siglo, queda así desdoblado en el reflejo especular de una secuencia de telas que se abre con una escueta selección retrospectiva, para centrarse esencialmente en lo realizado por el artista a lo largo de los dos últimos años.
XAVIER VALLS
Galería Juan Gris Villanueva, 22. Madrid Hasta el 17 de diciembre
Lo sedimentado por ese juego que va de lo vivo a lo pintado, y que de algún modo queda simbolizado por el elocuente emblema de un autorretrato en el que Valls, tiento en mano, enfrenta la mirada del espectador, nos devuelve, en síntesis de pureza extrema, las claves que han vertebrado el cosmos visionario del gran maestro catalán. Creador de elaboración morosa y producción escasa -él mismo se refiere, en el libro citado, a la dificultad de un proceso edificado, antes que desde la facilidad, en el enfrentamiento a la torpeza-, su obra nace de una autoexigencia extrema en la tarea de acotar una percepción tan estricta como esquiva. Pero en su contra jugó también en el pasado el prejuicio asociado a un cierto fundamentalismo de la ortodoxia vanguardista, lo que, como a tantos otros, lo convertiría en un artista secreto, sólo tardíamente reconocido al fin, en el umbral de los ochenta, entre los nombres en verdad decisivos de nuestra plástica.
Naturalezas muertas y pai
sajes, por encima de la irrupción ocasional de la figura humana, han sido los arquetipos vertebrales sobre los que Xavier Valls ha construido su poética depuración de lo visible. Ambos temas modulan también, en proporción análoga, el recorrido de esta deslumbrante exposición. Arranca su itinerario con el hermoso La villa rosa de 1966, que aún permite, en la relativa contundencia de los volúmenes, rastrear las huellas del proceso que conducen, en el hacer del pintor, desde la inicial emergencia de la geometría hasta su paulatina disolución en la vibrante epifanía del color que impone su culminación tardía. Desvanecimiento de lo geométrico que, sin embargo, dista radicalmente de ser renuncia alguna o abandono al dictado errático de la pulsión sensible, sino, bien al contrario, deslizamiento bajo la piel de una ecuación infinitamente más sofisticada, donde la equilibrada ascesis que define la elocuente disección de las formas se convierte, por sutil alquimia, en secreto orden de luz.
Nos depara, en cualquier caso, la muestra no pocos reencuentros con la intimidad más precisa y emotiva de la dicción de Valls. Es así, desde luego, en el enigma brumoso de sus vistas parisinas o en el susurro entretejido entre planicie y cielo con el brotar de las remotas cumbres. Pero es, ante todo, con los bodegones, en ese otro callado diálogo que enhebran -manzanas junto a un cuenco, las limas y el cristal, almendras sobre el plato, los higos y el estaño- la sazón del fruto y el inerte desamparo del objeto donde a mi parecer alcanza una intensidad más desarmante e insondable esa misteriosa revelación del alma de las cosas que su pintura acierta a transmutar en luminosa sustancia.
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