La gran 'vanitas' de Amat
El Mural de les olles que ha realizado Frederic Amat enla fachada trasera del Mercat de Les Flors, en Barcelona, es un enorme fresco en el que se entremezclan símbolos de vida y muerte dentro de un paisaje formado por cientos de ollas de barro.
Frederic Amat, en su ejemplar y generoso viaje por las excelencias escénicas, ha hecho por fin hablar a las paredes. El fructífero secreto de la representación de este autor, que siempre ha permitido que sus demonios privados se llevaran lo mejor de su instinto plástico, convierte la idea de la muerte en algo lujurioso y volátil, y a la vez de arrolladora inmanencia. El Mural de les olles, un enorme y sugerente 'fresco' en tres dimensiones donde cientos de recipientes de barro parecen ir cayendo en cascada desde la fachada trasera del Mercat de Les Flors -un encargo de la Diputación de Barcelona para la nueva sede del Institut del Teatre- le ha llevado al límite de su lenguaje y es su obra más auténtica aunque, paradójicamente, la menos interiorizada, la gran justificación de la vida por la vida, la olla que alimenta, pero también los restos que trae la marea, una tremenda vanitas que se expresa en primer plano en una nueva mímesis que lo relaciona con El osario picassiano (1944), las Foules (1989) y el homenaje Al pueblo sudafricano (1994), de Saura, el banquete de pechos en Destruction of the father (1974), de Louise Bourgeois, o la gran pared blanca salpicada de caretas de látex -Little sperms (1997)- de Maurizio Cattelan.
Amat descubrió casualmente en la India las involuciones de los cuerpos amados en un paisaje de cientos de ollas de barro dispersas por el suelo, como un gran campo santo, y se negó a convertirlas en amaneramiento. Después de dos días de reposo del fuego en el taller que el ceramista Gardy Artigas tiene en Gallifa, cada uno de estos recipientes ha sido capaz de ocultar su secreto: se vuelven hacia nosotros, nos miran como una sibila en la penumbra; otros están callados y aguardan el último crepúsculo tras haber sido golpeados, arañados o modelados por el artista como actos de violencia eruptiva. En el gran happening de Amat se intuye su ansiedad de ser un pintor desdoblado en escenógrafo y poeta. La musa del artista es la lujuriosa Venus que inspira la meditación erótica de un estallido de pechos, pero también la aterradora Juno que esparce una gran variedad étnica de sexos de otras tantas Forquiadas y hembras dominantes. Como en el lamento de Borges, Quiero el tiempo convertido en una plaza, Amat ha hecho implosionar la psique colectiva en un inmenso ectoplasma, solamente retenido por dos pesados zócalos de hierro de gran plasticidad, pues evocan la historia de la autodestrucción humana absorbida en el paisaje.
Todos los mitos consiguen ganar este cielo granate, el telón como un paraíso donde todavía se puede imitar la vida o las condiciones de nuestra existencia. En esta comedia plautiana, la olla celebra su propio poder de representación y a la vez ofrece una imagen poética grandiosa que considera el descenso a los infiernos una terrible metáfora. Pero Amat cede toda autoridad a una doctrina que sólo acepta la afirmación de las pulsiones más íntimas en un espectáculo barroco. Ante él nos queda la persistente visión de unas ideas pictóricas creadas a lo grande y liberadas de su embalaje comercial, la más puramente óptica que también supone la domesticación de un espacio vertical.
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