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Columna
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Camino de la prisión

Pablo Salvador Coderch

Cuando finalmente murió el general quedaban en España menos de 15.000 personas presas. Diez años después, en 1985, eran 22.396 y en julio de 2001 sumaban ya 46.637 (www.ine.es/inebase/cgi/um#10). No me asombra entonces que los penalistas nos cuenten que el derecho penal va a más (Jesús Silva, La expansión del derecho penal. 2ª ed. Madrid, 2001). Pero no a mejor: ninguna sociedad puede presumir de encarcelar a sus ciudadanos. Ensanchar el camino de la prisión nunca debería ser la inversión predilecta de un político.

El camino es largo. A su final se encuentra hoy Estados Unidos de América con una estadística pavorosa: 2.071.686 personas encarceladas a finales del año pasado, seis veces más que nosotros en proporción al número de habitantes. Del detalle (www.census.gov/prod/2001pubs/statab/sec05.pdf ), entresaco al azar muestras vivas del horror como estilo de vida: ningún joven afroamericano deja de tener a un amigo en prisión, pues uno de cada 10 hombres negros de entre 25 y 29 años de edad está en la cárcel. Más: la prisión es el ersatz de la esclavitud; los cinco estados con más población encarcelada por 1.000 habitantes están en el Sur. En Europa hay quien está mejor que nosotros y quien está peor. Mejor, los alemanes, con 60.798 presos en marzo del año pasado (www.destatis.de/basis/d/recht/rechts6.htm ); peor, los británicos, con 67.470 -sólo para Inglaterra y Gales- en septiembre del actual (www.homeoffice.gov.uk/rds/pdfs/prissep01.pdf ).

En esto, mi punto de vista es anticuado y contumaz: no deberíamos superar los mil presos por millón de habitantes, uno por mil, que es la buena práctica catalana. Lo contrario es una locura colectiva que alguien habrá de haber denunciado antes de su final. La prisión es -en título de un libro memorable- un pecado contra el futuro (Vivien Stern, A sin against the future: imprisonment in the world, Penguin, 1999). Más acá de la moral, la cárcel es ineficiente: el contribuyente paga más por una noche de alguien en la prisión que por lo mismo en cualquier buen hotel de esta ciudad. Y devastadora: los presos se consumen y sólo un cínico puede afirmar que el resultado real de las prisiones es la rehabilitación de nadie.

Sin embargo, bastantes grupos y movimientos sociales influyentes y, desde luego, muchos medios de información no están por la labor. Es fácil ver por qué: la amenaza de prisión va acompañada de amplia difusión en la prensa, de ganancia de votos y de más actividad en organizaciones de apoyo a víctimas diversas de abusos bien publicitados sólo porque su comisión comporta pena privativa de libertad. Es bueno conjugar el verbo equivocarse en presente de indicativo: se equivocan así algunas organizaciones feministas que juegan a defender sus posiciones con reivindicaciones de más prisión para más hombres. Todavía hoy la prisión es un fenómeno abrumadoramente masculino, pues la proporción entre hombres y mujeres encarcelados es de más de diez a uno en casi todo el mundo. Hay ahí una discriminación básica que muchos se niegan a reconocer. Pero aún estamos a tiempo de moderar esta política. Por si acaso, predigo que las agrupaciones feministas pronto lo harán: los índices de crecimiento de mujeres recluidas en prisión llevan ya algunos años aumentando mucho más rápidamente que los de hombres. Cuando los colectivos a que me refiero caigan en la cuenta, empezarán a corregir su predisposición a proponer políticas sociales a golpe de modificación del Código Penal. No me dirán entonces que no se les advirtió.

Hay más ejemplos de esta alegre y ligera carrera por el camino de la cárcel, ejemplos que recuerdan aquello de que un buen profesional de la política es quien, tras observar a una multitud dirigiéndose hacia alguna parte, sale corriendo para ponerse a la cabeza del grupo: a principios de noviembre, unos desalmados mutilaron salvajemente a una quincena de perros en una perrera de Tarragona, les cortaron las patas delanteras y dejaron que se desangraran poco a poco. Ha faltado tiempo para que organizaciones y políticos de varios países acudan reclamando a voces cambios del Código Penal y la tipificación del maltrato de animales con penas de prisión y no sólo con multas de 2.000 pesetas a tres millones, como hasta ahora. Sinceramente: una sanción de multa adecuada a la situación del infractor, rigurosa e implacablemente aplicada en todo caso es más que suficiente. Pero, naturalmente, resulta poco vistosa, menos que la picota de un juicio televisado que culmine, a poder ser, con el ingreso de alguien en prisión.

Mas los animales no hablan. Otra salvajada similar sucedió en Madrid a inicios de junio, cuando sicarios a sueldo cumplieron a modo el encargo de quemar vivos a los 12 espléndidos caballos de un rejoneador, que estaban encerrados en su remolque. Varios se abrasaron y murieron al cabo de pocos días en medio de sufrimientos atroces. Sigue una pregunta retórica: ¿cómo va una organización animalista a manifestarse en pro de los caballos de un rejoneador? El problema, claro, es que nadie preguntó a los caballos. Desconfío así un tanto de quienes lo hacen en su nombre. En todo caso, los dueños de los caballos están bien amparados por el Código Penal, pues dañar a animales valiosos está severamente penado. Pero el hiato entre animales abandonados y caballos de raza puede resolverse con sanciones pecuniarias que tengan en cuenta el daño moral. Antes de reclamar más y más penas de prisión para más y más desgraciados, hay que pensarlo dos veces. El camino de la prisión es una servidumbre cultural. Algunos nos resistimos a recorrerlo.

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Pablo Salvador Coderch es catedrático de derecho civil de la Universidad Pompeu Fabra

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