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LA CRÓNICA
Columna
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Poetas en Santander

Jordi Virallonga es uno de estos tipos que no caben en un molde. Es poeta catalán, escribe su nombre en catalán, pero redacta su poesía en castellano. Dirige en la UB el Aula de Poesía, cuya actividad más conocida es un premio, editado por Lumen, al que acceden poetas de todas las lenguas peninsulares. Virallonga está empeñado en divulgar la poesía en catalán por las Españas. Empezó a traducir por placer hasta que se dio cuenta de lo que tenía en sus manos: el esbozo de una antología de los poetas catalanes de su quinta. Amplió el espectro para recoger todas las tendencias y se dio a la tarea de leerlos y traducirlos sistemáticamente. El resultado es una antología abierta y representativa (aunque inevitablemente incompleta): Sol de Sal, la nueva poesía catalana, 1976-2001. La ha publicado un pequeño editor barcelonés: Sergio Gaspar. No tengo el gusto de conocerle, pero el catálogo de su editorial, DVD, no ofrece dudas: se trata de uno de esos locos de la literatura que avanzan contra los vientos y mareas del mercado. A los tipos como Sergio habría que aplaudirlos en las esquinas. El problema es que los que aplauden sólo conocen al Sergio de origen perico que triunfa en el Deportivo.

El otro día estuve en Santander, participando por primera vez en un bolo literario como Dios manda

Gracias a la curiosidad del poeta Juan Antonio González Fuentes, director del Aula de Poesía de la Universidad de Cantabria, la antología se presentó el otro día en Santander. Estuve allí, participando por primera vez en mi vida de un bolo literario como Dios manda. Todo el mundo conoce la ciudad de Santander. Aunque sea por El héroe de las mansardas de Mansard (Anagrama), la novela que catapultó a Álvaro Pombo, uno de los dos o tres mejores novelistas de la España contemporánea. Santander es más que una preciosidad. Es casi un oxímoron: es una ciudad (salvado sea el mapa autonómico) muy castellana aunque completamente opuesta al tópico de lo castellano. Una versión verde, marina y levemente británica de lo castellano. Portuaria y señorial; industriosa y pija (estas mujeres mechadas de estilo Pilar Valiente que cuchichean al atardecer en las doradas cafeterías). Mantiene Santander sus recuerdos de soñolienta provincia franquista (calles con nombre de generales feroces amparan a la famosa estatua ecuestre de Franco) y una imagen de elegante destino vacacional que, sin embargo, no le impide exhibir con naturalidad un bullicio burgués, industrioso y cosmopolita.

Nada más llegar, aterrizamos en una tertulia local de la Cadena SER. Suleyma Campos, periodista incisiva y dicharachera, arbitraba un fogoso debate entre un joven liberal de corbata reluciente, José M. Lassalle y dos canosos progres, Luis Alberto Salcines y Jesús Alberto Pérez. Hablaban de cine japonés y de la importancia de abrir ventanas al mundo para ventear la 'tierruca' y acabaron polemizando sobre el proyecto urbanístico del poder autónomo que recaerá en Moneo. Después nos miraron con candor: Virallonga propagó a los poetas catalanes y David Castillo (poeta del Carmelo, padre de todas las batallas poéticas de Barcelona) recitó en catalán, para la audiencia cántabra, su poema más duro (que en la versión de Virallonga suena así: '...sueño e insomnio negro, / negro como una noche negra sin ti, / negro como un adoquín negro, / negro como un negro negro...').

En la Librería Universitaria presentamos la Antología, ante un público escaso, pero fervoroso. Gente del ramo, básicamente. Como los poetas Carlos Alcorta y Rafael Fombellida, los cuales, junto a González Fuentes, nos acompañaron después a cenar. Descubrí en Santander que las excursiones poéticas no difieren mucho de los congresos médicos o de los viajes del Inserso. Se trata de buscar una excusa para dedicarse a lo que realmente importa. Comer y beber. Hablamos de las relaciones entre España y Cataluña, excitados por un poderoso vino y dándole a unos fenomenales chuletones que, por su magno calibre, parecían emerger de las arcaicas brasas de la cueva de Altamira. La conversación ideológica no pudo ser más sincera (una revisión posmoderna de las apasionadas discusiones entre Unamuno y Joan Maragall, salvando las distancias). Tuve la sensación de que España podría ser de otra manera si Cataluña decidiera acompañarla: con todas las exigencias que fueran necesarias, pero sin la avinagrada reticencia que últimamente nos caracteriza.

Después, la noche nos arrastró a unos antros con demasiado humo y demasiado whisky. Pasó algo, pero no lo recuerdo muy bien. Dedicamos el día siguiente al espléndido mar de Santander, a los quesos de Liébana, a la Isla de los Ratones (exquisita colección de poesía) y a la tumba de don Marcelino Menéndez Pelayo, padre de la filología hispánica, reaccionario formidable y conocedor como pocos de la literatura catalana antigua. Su lectura de Ausiàs Marc es todavía vigente. La tumba de Don Marcelino está en la discreta catedral gótica. Allí fueron conducidos sus restos en pleno franquismo. Bajo la marmórea escultura del erudito, puede leerse en latín: 'Aquí yace esperando la resurrección, M. M. P., defensor de la fe católica, gloria de España y honor de los cántabros...'. Horas más tarde, mientras yo me zampaba unos 'lirios rebozados' (variante lírica de la pescadilla), el poeta González Fuentes nos contó una curiosa anécdota sobre esta tumba. Resulta que el artista encargado de esculpirla era un izquierdista conspicuo y secreto. Victoriano Macho se llamaba. Realizó una escultura muy pía: Don Marcelino amortajado con ropas franciscanas. '¿Notasteis algo raro en su cara?'. Está como envejecido, comentamos. 'Pues claro: no es la cara de Don Marcelino, sino la de Pablo Iglesias'. Trasladaron los restos con gran boato en una bella procesión. Curas, monaguillos, militares, camisas azules. Presidía doña Carmen Polo de Franco. Todos se arrodillaron para orar, ante el busto del fundador de la UGT y el PSOE, con gran devoción.

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