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Columna
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Vía negativa

Hace mucho tiempo que decidí dejar de ver Crónicas Marcianas. No apoyaré mi decisión, en esta oportunidad, en razones morales o estéticas -aunque las conozca de ambos tipos-, sino en algo más íntimo, en una debilidad de mi carácter: mucho de lo que allí empezó a suceder me daba tanta vergüenza ajena que tuve que dejarlo.

Pero lamento no haber escuchado el otro día a Carmina Ordóñez, cuando confesó ante las cámaras que su último marido la había maltratado. Y cuando digo lamento quiero decir que me parece importante que lo hiciera -aunque también se me ocurran argumentos para cuestionar el cuándo, el cómo y el porqué de su gesto-, que dijera lo que después hemos visto y oído repetir muchas veces: que permaneció al lado de aquel hombre, a pesar de las palizas, 'porque estaba muy enamorada'.

Los malos tratos a las mujeres son una lacra. Y entiendo y aplico que no hay que denominarlos sino 'terrorismo doméstico' para no perder de vista su macrodimensión de desastre personal y social. Ni su fundamento ideológico. La violencia contra las mujeres es la desembocadura de un río de valores y principios sexistas y discriminatorios. Pero también el producto de otro tipo de patología social. Socio-sentimental en este caso, que concibe que coexistan amor y agresión. Que fomenta la idea de que se puede amar y hacer daño a la amada; ser amada y sufrir de manos del amante, en mayor o menor medida, en lo físico o en lo mental, con armas visibles o invisibles. La idea, en definitiva, de que el amor no sólo tiene derecho a expresarse con la fuerza y por la fuerza, sino que sobrevive a ella, indemne, esplendoroso.

Lejos de ser una patología residual está muy extendida, muy arraigada en nuestros hábitos culturales. Lo que ha cambiado es su modo de expresión que se ha vuelto sutil, disfrazado, ambiguo. Y por eso valoro el testimonio de la señora Ordóñez, por la claridad con la que, en un medio de amplia difusión, ha dicho lo que normalmente no se dice y que sin embargo sigue socialmente existiendo y, lo que es peor, transmitiéndose, con gestos confusos, mensajes mínimos y amenazas solapadas, a los jóvenes -mayormente a las jóvenes-: que hay que temer la soledad sobre todas las cosas, y que en la definición del amor caben sus contrarios.

El terrorismo doméstico no se erradicará sólo con medidas policiales o judiciales, ni siquiera con políticas de fomento de la independencia económica y de reparto de roles. Hace falta todo eso y algo más. Y ese más es una educación sentimental desde la infancia que ataje el mal de raíz, que impida que los jóvenes contraigan enfermedades amorosas, 'bodas bárbaras'; que se hundan en el agua de ciertas desviaciones afectivas hasta el cuello, y sin vuelta atrás.

En este sentido aplaudo, y quiero trasladar aquí, la campaña contra los malos tratos que ha llevado a cabo en Italia la organización feminista Archidonna y que incluye la difusión en centros de enseñanza de folletos que describen detalladamente actitudes violentas, físicas y psicológicas, que no hay que confundir ni que incluir en el amor.

Y no es amor que tu pareja te trate mal o te insulte o te rebaje o critique tu modo de peinarte o de hablar o te obligue a tener sexo cuando no te apetece bajo la amenaza de dejarte; o te controle las salidas y los amigos o revele confidencias que le has hecho o te dé celos por deporte o te culpe a tí de sus arrebatos y pérdidas de control. En fin que el amor no tiene nada que ver con el dar o recibir caña.

Esos comportamientos nos parecen a menudo chiquilladas, tonterías, y los descuidamos. Pero son semillas que crecen y se hacen plantas, a menudo venenosas y carnívoras. Por eso la educación es la mejor inversión contra la intolerancia y la violencia. Y esa vía negativa de Archidonna me parece un excelente método pedagógico aplicable a cualquiera de sus manifestaciones: Ojo que esto no es amor, ni esto libertad, ni esto democracia, ni esto valentía ni decencia. Y así.

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