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Columna
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Piensos compuestos

Juan José Millás

En la calle de Canillas había entonces una vaquería, pero jamás conseguimos ver una vaca a la luz del sol, pues permanecían encerradas bajo una bombilla de 60 vatios rumiando la desgracia de haber nacido. Nosotros las observábamos a través de unas tablas mal ensambladas que tapaban la única ventana del establo. Estaban siempre de espaldas. A veces levantaban la cola y defecaban sin pasión, como el que bosteza, ante nuestras narices. Alrededor del cable que sujetaba la bombilla había un papel engomado en el que perecían cientos de moscas. Por las tardes, sobre las ocho, aparecía el dueño de la vaquería para ordeñar a los pobres animales, que no eran más que presencias oscuras, símbolos de un mundo regido por la desgracia y por las sombras. Parecía mentira que aquella leche tan blanca procediera de aquellos lugares tan oscuros. Siempre pensé que la leche, nada más atravesar la garganta, se volvía negra.

Un día salió un decreto o una ordenanza, ahora no caigo, que prohibía tener vacas en el casco urbano. Yo no estoy seguro que se pudiera llamar casco urbano a la calle de Canillas, pero lo cierto es que desaparecieron, dejando un vacío enorme en nuestras vidas. Desde entonces, siempre que pasaba por allí, veía a ocho o diez vacas transparentes rumiando su desgracia bajo una luz tísica, y yo me quedaba a verlas como cuando eran opacas. En el solar donde estaba la vaquería hay ahora un edificio de pisos en cuyo portal huele a estiércol, sin que los vecinos sean capaces de explicarse por qué: pues por eso mismo, porque las vacas fantasmas continúan haciendo sus necesidades fantasmales, que se manifiestan a través del olfato.

Nunca he visto una vaca feliz, y mira que hacen méritos. Ya de mayor me enteré de que el 80% de nuestra cabaña padecía de brucelosis. Creo que era una enfermedad de los pulmones, pues aun cuando las vacas vivían en el campo, se las seguía encerrando en lugares angostos, quizá para que engordaran más. También supe que las obligaban a comer sal, para que bebieran mucha agua y produjeran abundantes líquidos. Las únicas buenas noticias de orden vacuno venían de la India, donde por lo visto eran sagradas. Pero las he visto recorrer las calles de aquel país y parecen almas en pena más que verdaderas divinidades. Después vino lo de la encefalopatía espongiforme y pensé que habíamos llegado al límite de las crueldades que se pueden cometer con un ser vivo.

Pero no: han dicho en la radio que van a convertir los actuales billetes de mil pesetas en pienso para vacas cuando salga el euro. No nos basta con haberlas vuelto locas: ahora queremos que se comporten como millonarias excéntricas. O como drogadictas: ya saben ustedes que casi todo el papel moneda circulante tiene restos de cocaína. Si a la cocaína le añadimos el sudor del que se lo ha ganado con esfuerzo, y el llanto de quien se lo ha ganado con lágrimas, y el asco de la mujer o el hombre que lo han conseguido vendiendo su propio cuerpo, y la suciedad de quien lo ha obtenido pidiendo limosna, y las bacterias de todos los que han tosido sobre él, ese billete de mil que vamos a dar a las vacas será una verdadera bomba, pues lo mismo puede provenir de un sanatorio de tuberculosos que del cepillo de una iglesia.

Estrenamos moneda, en fin, y como no sabíamos qué hacer con las viejas, se las vamos a dar a las vacas. Yo era de pequeño la vaca de mis hermanos mayores, porque me pasaban la ropa que a ellos se les quedaba antigua. Nunca tuve una verdadera personalidad debido a esta costumbre económica. Fui sucesivamente el primogénito y el segundón, incluso fui mi abuelo, pues una vez me hicieron un abrigo con un capote suyo. En las mercerías de entonces había un cartel que decía: 'Se hacen arreglos'. Aseguraban que arreglaban la ropa por dos duros, pero desarreglaban la identidad por diez pesetas. Uno debe de elegir lo que come y lo que se pone para ser una persona desde los pies a la cabeza. Si las vacas fueran libres, pastarían por el prado y sólo comerían hierba, pero las hemos obligado a comer huesos de ovejas machacados, con los resultados esponjiformes que todos conocemos. Ahora vamos a rematar la faena dándoles billetes de mil.

A partir de enero, cuando nos comamos un filete buscaremos en él la firma del gobernador del Banco de España. Sólo los filetes con su rúbrica tendrán la garantía del Estado, o sea, poca. Hoy mismo me pongo a estudiar para vegetariano, aunque ya veremos: en la radio no dijeron qué piensan hacer con los billetes de dos mil, de cinco mil y de diez mil. Lo mismo los convierten en abono para las plantas. Dios nos asista.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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