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HORAS GANADAS
Columna
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Escaleras prodigiosas

Rafael Argullol

No recuerdo bien de dónde surge la idea de que el hombre empezó a albergar deseos de trascendencia cuando, abandonada su existencia de animal cuadrúpedo, erguido ya, se enfrentó por primera vez diáfanamente a la línea del horizonte y empezó a alimentar conjeturas sobre lo que había más allá de ella. Justificada o no, es una buena imagen además de una idea ingeniosa. Pero, si así fue, podríamos casi asegurar que a continuación de esta imagen el recién estrenado bípedo intentó procurarse miradores cada vez más altos para su visión, de modo que pronto concibió rudimentarias escaleras que le procuraron ventajosas situaciones e intrigantes suposiciones: acaba de inventar el instrumento que le conduciría al cielo y al infierno.

Al contemplar la hermosa y exhaustiva exposición pensada por Óscar Tusquets para el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) con el título Réquiem por la escalera, evocador de un final, es inevitable no preguntarse asimismo por el principio y por el desarrollo de uno de los medios más poderosos y con mayor capacidad simbólica de la entera historia humana. Pocas imágenes aparecen con tanta constancia en los relatos mitológicos y religiosos, antesala de nuestros sueños, materia prima de todos los ascensos y descensos a través de la imaginación.

Cada uno resguarda en la memoria determinados trayectos de ascenso y descenso, su escalera de doble dirección que a veces cuelga en su realidad y otras transcurre en el territorio ilimitado de la fantasía. Recuerdo mi escalera favorita al cielo: estaba formada por los descomunales peldaños, sepultados en parte por la vegetación, que conducían a lo alto de una de las pirámides de Tikal, el recinto maya de la selva de Guatemala. Encaramado en el piso más elevado tal vez no divisaba exactamente el cielo, pero sí un paisaje que se le parecía mucho. También recuerdo haber visitado una escalera al infierno. Por ella, en el campo de concentración de Mauthausen, los prisioneros transportaron los pesados materiales que acabarían aplastándoles, si antes no morían de extenuación, hambre o debilidad. Sísifo en los tiempos de la muerte en masa. También podemos elegir entre la infinidad de escaleras imaginarias que han salido a nuestro paso en libros, pinturas y películas: retorcidos peldaños suspendidos en el aire, majestuosas serpientes que se enroscan bajo templos y palacios, inquietantes caminos hacia el todo o la nada. Hacia la nada, precisamente, conduce con una maestría inigualable Giovanni Battista Piranesi, cuya serie de grabados Cárceles imaginarias encierra la mayor variedad posible de escaleras vertidas al vacío, una pesadilla del subsuelo que ha conmovido a tantos escritores y pintores. Y a algunos cineastas: Éisenstein, gran maestro él mismo de la escenografía de la escalera -El acorazado Potemkin, Octubre- se confesaba abierto deudor de las febriles creaciones de Piranesi.

Pero las escaleras prohibidas también llevan hacia el todo, también están abiertas a las posibilidades más secretas. Como indica Raffaele Pinto en el catálogo de la exposición, pocos escritores han tenido la magia de Jorge Luis Borges para adentrarnos en estos mundos camuflados al final de escalas prodigiosas. En ninguno de sus escritos, sin embargo, como en El Aleph: 'Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph. Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos'.

El Aleph rememora, en cierto modo, la herencia de la tradición religiosa occidental, especialmente de la judía, y destaca de nuevo la importancia simbólica de la escalera como medio de ascenso espiritual. En alguna medida todos los peldaños místicos de esta tradición se construyen sobre el escenario de fondo de la escalera más fascinante -y más irreductible a interpretación- de la Biblia: esa escalera soñada por Jacob en el libro del Génesis, cuya cima rozaba los cielos y por cuyos escalones subían y bajaban los ángeles. La mayoría de los escritores místicos, y no pocos pintores, ha recreado esta visión extraordinaria. Jacob, al despertar, estuvo convencido de hallarse en la puerta del cielo.

No obstante, hay otra puerta del cielo y otra escalera cautivadora, siempre de signo muy distinto, en la otra raíz, griega, de la cultura de Occidente. También Platón en El banquete recurre al poderoso simbolismo de la escalera para explicar la paulatina elevación del sabio hacia un mundo de perfección. Visión para Jacob, también hay revelación para Sócrates, el héroe filosófico de Platón, puesto que quien le inicia en la escalera de la sabiduría es Diotima, uno de los personajes más enigmáticos de la historia griega.

Con el sueño de Jacob o con el discurso de Sócrates como decorados originarios, nos hemos ilusionado con la escalera como la metáfora más idónea para transmitir el anhelo por otros mundos que quizá se insinuó a sí mismo el bípedo que se sorprendió con la línea de horizonte. Aunque, desde luego, la escalera, en estricta simetría, también ha servido para exteriorizar nuestros peores augurios. Lo que valía para la elevación valía asimismo para la caída. Baudelaire lo comprimió como nadie en el lacónico verso: 'Bajamos al Orco un escalón diario'.

Pero incluso este poeta, que comprendió tan lapidariamente el perfil descendente de la escalera, no escapó a su sugestión celeste. Y en Las flores del mal muchos peldaños insinúan paraísos. Naturales o artificiales.

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