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Columna
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El ego y el voto

Un político satisfecho de sí mismo y que tiene muy claro quién es y lo que quiere parece que está en su mejor momento, en plena madurez y que representa el ideal del gobernante. Sin embargo, en esto del liderazgo político hay teorías para todos los gustos y personalmente siento preferencia por aquella otra que señala el éxito, sobre todo en períodos democráticos, para los que son sensibles y complejos. Sensibles a los demás, porque no tienen un buen concepto de sí mismos e intentan mejorar su imagen a través del reconocimiento público. Complejos en su propia percepción, porque así emplean más estrategias y tienen más matices para conectar y resultar atractivos. No parece que sea una teoría muy de moda, pero tampoco hay que olvidarla sin más.

Hace ya tiempo, se realizaron estudios sobre muestras amplias de candidatos en elecciones generales, que previamente habían sido calificados por expertos en autoestima y en complejidad personal. Los que recibieron más votos fueron los de baja autoestima y alta complejidad, mientras que los satisfechos de sí mismos con autodefiniciones simples recibieron menor apoyo electoral. Por supuesto que hay muchas excepciones que no confirman la regla, pero la tendencia está ahí y resulta muy sugestiva. Seguro que a todos se nos ocurren abundantes ejemplos y muchos más todavía si la aplicamos a la evolución pública de algunos políticos.

Clinton, por ejemplo, buscaba afecto y reconocimiento hasta en los sitios más insospechados y se educó en un ambiente lleno de tensiones y complejidades. Terminó su mandato igual que lo empezó, esperando el reconocimiento de los demás y rodeado de conflictos personales. Tampoco Bush comenzó muy satisfecho, por el peso de una familia que ya había tenido la presidencia y sin unos resultados electorales muy claros. Pero resolvió en pocos meses, demasiado rápido, sus problemas de autoestima y encontró pronto su definición como defensor de Occidente. Aznar comenzó tapándose la cara con las manos, sorprendido y emocionado cuando le pasaron el testigo, y haciendo méritos para definir su figura. Ahora cambia las manos que ocultan el rostro por una larga bufanda que adorna su imagen pública, y se presenta con la seguridad del que sabe quién es y lo que quiere. Zapatero, de momento, parece ir por la vida pidiendo perdón, mientras que su aspecto alto y desgarbado aparenta un adolescente en plena crisis de identidad.

De lo que se deduce, como ya era sabido pero casi nunca reconocido, que los que critican duramente a un político le están haciendo un inmenso favor electoral. Por el contrario, aquellos que le rodean y le defienden con un blando colchón de autoestima son los que favorecen el principio del fin de su carrera política.

Dicho de otra manera, al margen de asesores, secretarios y expertos, un político siempre debería contratar a un propio que le golpeara continuamente el ego y a un psicoanalista que le complicara mucho su imagen en el espejo público. Yo siempre tuve vocación para dedicarme a lo primero, pero hasta ahora nunca he conseguido los votos suficientes. Y no lo entiendo, ni mi ego tampoco, porque nadie mejor que yo ni con las ideas más claras.

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