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Columna
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Espías

Va una de espías. Me encontré, días atrás, a un hombre, de 1,80 metros, cabeza poderosa, con entradas, ojos inquisidores y parco en palabras. Soy el más grande de los grandes espías, me dijo. Y con un guiño de complicidad añadió: como no me fío ni de mi sombra, personalmente sigo las pistas de B&B. Abrí la boca con perplejidad. Ya sabes, agregó el espía, esos peleones presidentes de las cajas que no terminan por aceptar que les ha llegado el tiempo de irse de vacaciones. O sea, le contesté, Beneroso y Benjumea. Los mismos, me respondió.

Del bolsillo superior de la chaqueta de cuero, al gran espía le asomaba una lupa made in Sherlock Holmes. De vez en cuando venteaba el viento. Pistas difíciles, dijo con pocas palabras. Son sinuosos, apenas hablan, se escurren como las sombras, no hay rastros de tarjetas de crédito y tampoco sabemos si están de forma definitiva en un plan para desestabilizar al Gobierno. Es tal la ineficacia de mis servicios secretos que no he tenido más remedio que montar personalmente todo el operativo. Me llegaron a decir, o a insinuar, que últimamente se dedicaban a comprar voluntades, pero tampoco era cuestión de fiarse de las habladurías.

Eso sí, en los meses que les sigo la pista, con los más poderosos artilugios que hay en el mercado, no son hombres dados al escándalo; vaya, que son fieles a sus mujeres, no tienen amantes ni tan siquiera ocasionales. Y un banquero sin amante es como una primavera sin flores. Menos mal que esta decepción se vio compensada cuando uno de ellos, la verdad es que aún no sé quién, acompañado de ciertas personas, de momento sin identificar, recorrían los terrenos del pelotazo.

El gran espía, sin hacer ruido, con sus zapatos de goma hizo mutis por la calle Sierpes. Detecté, entonces, otra sombra; ésta en un portal. O, posiblemente, eran dos. Aunque era de noche, me pareció ver que un foulard envolvía una cabeza rubia y a su lado, otra cabeza de pelo negro y con brillantina. Y escuché una voz cantarina: Hay que decírselo al jefe. Al bigote o al movedizo, preguntó el de la voz ronca. A los dos, coño; a los dos. Que no te enteras.

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