Sin derecho a la rutina
En estos días de conmemoración constitucional he leído, en una cita de McLuhan, que 'la libertad democrática consiste sobre todo en olvidar la política y en inquietarse más bien por los peligros que nos crea la caspa, el afeitado difícil, el pecho caído...'
A mí también me gustaría, como ciudadana de una sociedad democrática, sentir la vida en común como una realidad entrañable. Quizás entonces la cultura política compartida se me volvería tan invisible como la satisfacción normal de otras necesidades básicas cubiertas. Por el contrario, en sociedades presididas por la invocación del particularismo de la tribu en permanente enfrentamiento agónico con las tribus vecinas, se vuelve imposible degustar el bienestar social proporcionado por las reglas universalistas de convivencia y por los usos cívicos cosmopolitas. Eso no es muy distinto en Afganistán o en Euskadi. Para impedirnos disfrutar de nuestro derecho al aburrimiento, que les privaría a la larga de su hegemonía, nuestros dirigentes tribales se pasan las noches entonando aburridas salmodias en las que denuncian los rapaces propósitos de los vecinos. No les entra en la cabeza que esos vecinos, preferentemente ocupados en la caída de los pechos o la caspa, se limitan a murmurar: 'Ya están de nuevo dando la lata esos pesados'.
'Para muchos, la diáspora es interna. Consiste en descubrir nuevos camino para llegar al mismo sitio'
También ETA descubrió hace mucho en dónde residía su mayor peligro, uno mucho mayor que la represión franquista. Si algo joroba verdaderamente a un profeta es la conciencia de que la gente le considera un plasta y de que sus sermones no pueden competir con la emoción de un buen partido de fútbol. Incluso bajo la dictadura, ETA no soportaba que la nuestra fuera una sociedad moderna. De ahí su obsesión en conseguir que abjuremos de la modernidad a golpe de dinamita.
La consolidación democrática nos alejaba definitivamente del oscurantismo de la España cañí, así que nos tuvieron que aumentar la dosis de dinamita. La idea la tomaron prestada probablemente de los dibujos animados, aunque no llegaron a entender bien el mensaje central: que el enemigo correría más que ellos y la dinamita acabaría estallándoles en las manos. Su gran paradoja es que, finalmente, no han despertado, tanto a los abertzales como a la creciente legión de sus víctimas. Andaban los viejos roqueros distraídos pensando en su próxima jubilación cuando, de pronto, les sonó el despertador. Algunos dijeron 'eso no va por mí' y se taparon la cabeza con la manta intentando dormir un poco más. Pero el despertador no ha dejado de sonar. Habrá pues que levantarse, uncirse el cíngulo, desayunar pan ácimo y ponerse en marcha. Pero, ¿hacia dónde?
Adonde siempre; desde luego, a la diáspora. Unos en busca de trabajo, como los emigrantes de todos los tiempos; otros, en busca de respirar tranquilos sin tener que volver la vista atrás.
Para muchos, sin embargo, la diáspora es interna. Consiste en descubrir nuevos camino para llegar a los mismos sitios. O en llegar a otras horas. Están así extrayendo nuevos ritmos a la vida. Se transforman en correcaminos, a fuerza de intentar ser más rápidos que la Titadyne.
En el tiempo en que vivíamos seguros, gustábamos de recorrer el mismo camino hacia el trabajo y hacia casa formando parte de la riada de hormigas obreras. Pero cuando lo más básico está en juego, hasta las hormigas nos convertimos en exploradoras. Rompemos las filas, abandonamos los caminos trillados y nos adentramos en lo nuevo.
Últimamente, mis amigos han perdido su derecho constitucional a la rutina. Pero, rotas por fuerza las rutinas burguesas, se están convertido también en exploradores. Aprenden a ver y a olfatear lo invisible, lo que se oculta bajo el manto de lo evidente. Redescubren los colores de la mañana y los olores de la esperanza. Se hacen preguntas. Y aprenden a hablar de todo ello con su pareja y con sus hijos. Antes ya sabían que compartir era importante, pero no hasta el punto que ahora han descubierto.
Al comienzo de este siglo XXI está sucediendo lo contrario de aquello que cantó Discépolo a comienzos del siglo pasado: que en la vidriera de los cambalaches se había mezclao la vida. Ahora la vida empieza a separarse del estiércol y aun bajo el asfalto se abre paso.
Porque lo más importante que está sucediendo a estas personas -concejales, jueces, profesores, periodistas, policías y tantos otros- no es lo que les está sucediendo, sino el modo como lo están afrontando. Lo importante no es lo que les cae desde fuera, sino lo que está creciendo en su alma. Esos espacios de libertad que ganan a la jungla.
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