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La utopía de los necios

I. Ocurre siempre que los periodos de complacencia son, de manera casi invariable, preludio de tragedias. Es como si la autosatisfacción embotara los sentidos a los poderosos y les impidiera olfatear las movidas que tienen lugar en las profundidades de las sociedades. Así ha ocurrido no pocas veces en el pasado con significados bien distintos. El reinado de Luis XVI, por ejemplo, parecía uno más de la serie interminable de los Borbones de Francia hasta que en poco más de unos meses la Revolución acabó con una monarquía casi milenaria ante el estupor de Europa. En los primeros años del siglo XX, los imperios centrales y el otomano, más la Rusia zarista, actuaban como si la historia estuviese de su parte y los zares, káiseres y emperadores hacían y deshacían alianzas, planeaban conquistas y amagaban -o en ocasiones golpeaban- con variadas guerras como si Europa, que era el mundo que contaba, fuese parte de un patrimonio sobre el que podían disponer a su antojo. El asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo y, según defienden no pocos historiadores, un trágico error de cálculo, mezcla de irresponsabilidad, codicia e incompetencia, condujo a Europa a la catástrofe del año 14 y a millones de europeos a la tumba, en uno de los mayores crímenes cometidos contra la humanidad. En el pecado de la autocomplacencia tuvieron los gobernantes su penitencia. Aquellos imperios que hundían sus raíces en las profundidades de la historia y parecían eternos fueron barridos en el transcurso de cuatro años por el vendaval de la guerra y de las revoluciones que ésta había provocado. Pero como la memoria de los humanos es corta y el ansia de disfrutar poderoso, a los pocos años de aquella hecatombe las 'minorías selectas' ya vivían en un ambiente que tuvieron a bien denominar, no menos irresponsablemente, como la belle époque, olvidándose de lo poco bella que era la vida de los de abajo. Una época dorada, reflejada en no pocas novelas y películas y, por supuesto, con vocación de eternidad. La crisis del 29, el ascenso de los fascismos al poder en Italia y Alemania y la guerra de España acabaron pronto con las ilusiones de que la historia se había detenido y, una vez más, a una bella época de complacencias le pisaba los talones una nueva tragedia. La segunda guerra, esta vez mundial, fue aún más mortífera que la primera. Sepultó todavía a más millones de europeos y americanos y, gracias al sacrificio de muchos de ellos, a los fascismos -salvo los ibéricos-; señaló el principio del fin de los imperios coloniales europeos; creó uno nuevo -el soviético- y confirmó la hegemonía de los Estados Unidos. Como siempre, acabaron llegando, con el tiempo, años de bonanza, de crecimiento y mayor bienestar, aunque no para todos, y nos instalamos en el mejor de los mundos posibles. En el Este se impuso un complaciente estancamiento, el de la era Bréznev y sucesores, como si el régimen de los sóviets fuese el único autorizado a frenar la evolución de las sociedades, por aquello de que era la supuesta encarnación de la marcha victoriosa de la historia hacia el comunismo. Craso error el suyo. Una vez más la pretensión de frenar la historia y perpetuar los privilegios a cualquier precio pasó su factura. En poco más de una semana, la implosión de 1989 se llevó por delante el 'socialismo irreal' y, poco después, a la propia Unión Soviética. Revolución de alcance mundial que nadie previó en su momento aunque ahora se puedan determinar con precisión los factores que la hacían necesaria.

II. A partir de ahí el mundo occidental, en este caso, se instala en la autosatisfacción. El triunfo del capitalismo es total y definitivo -se afirma-, como si el fin del comunismo y de la Unión Soviética hubiese supuesto la superación de todas las quiebras o contradicciones que padece la humanidad. Las crecientes desigualdades en el reparto de las riquezas, la degradación paulatina del medio ambiente, la insoportable discriminación de las mujeres, la explotación de la infancia, las matanzas que originan las viejas y las nuevas guerras y enfermedades, habrían desaparecido del mapa. Al mismo tiempo, la hegemonía política y militar de los EE UU deviene absoluta, de tal suerte que la pax americana se globaliza y no surgen, de momento, poderes políticos globales que permitan nuevos equilibrios y matizaciones. Incluso el éxito de la nueva economía -Internet, etcétera- convertía en obsoletas las teorías sobre los ciclos económicos, pues los aumentos continuos de productividad, que las nuevas tecnologías proporcionaban, garantizaban un crecimiento sostenido, al resguardo de los vaivenes de las recesiones de otros tiempos. Se habían terminado para siempre las 'utopías de los ilusos' que desde Tomás Moro en adelante habían pretendido voltear la historia de los humanos. Y la historia, como ha demostrado más de una vez, no es proclive a dejarse empujar y mucho menos cuando las condiciones no están maduras. En esos casos, la utopía puede perderse en los vericuetos que conducen al crimen.

Lo curioso del caso es que hasta tiempos recientes la utopía era patrimonio de las mentes progresistas, de la izquierda, o de todo tipo de revolucionarios de diferente pelaje. Las ideas utópicas siempre estaban referidas a proyectos, más o menos irreales, de cambios y transformaciones sociales, económicos, políticos e incluso religiosos. Pero a partir de 1989 ha vuelto a reverdecer la vieja utopía que da título al presente escrito: la utopía de los necios, es decir, la de aquellos que pretenden frenar la historia. No me refiero especialmente a las ideas de un pensador de segunda fila, más o menos ligado al Departamento de Estado americano, que sigue predicando el fin de la historia, en versión revisada. Me refiero a la idea, bastante extendida, consciente o no, de que el sistema actual -en su versión global- es el estadio definitivo de las sociedades modernas y que, en consecuencia, otro mundo no es posible. Es decir, que los miles de millones de seres humanos que viven en la más absoluta de las miserias se tienen que resignar definitivamente a su suerte o emigrar en masa a los países ricos, cuyo bienestar es inalcanzable sin un nuevo orden mundial. Se habría impuesto así una especie de utopía al revés, la de los conservadores infinitos que son, desgraciadamente, los que se permiten hoy tener y defender utopías.

Utopía que ha durado la vida de un suspiro, pues ya estamos otra vez en recesión, los despidos empiezan a ser copiosos y en Occidente hemos entrado en trance de confusión con ribetes de histeria, que podría conducir, de no remediarse, a recortes de libertades. Situación que ya existía antes del 11 de septiembre y que este espantosocrimen no ha hecho más que agravar.

III. La duda que podría asaltar en estas circunstancias es si este sistema -tal cual lo conocemos- será capaz de proporcionar condiciones de bienestar global, es decir, una vida digna al conjunto de la humanidad o si, por el contrario, como señalaban los clásicos, el desarrollo cada vez más desigual forma parte de su naturaleza y condición de su propia subsistencia. Igualmente, se podrían tener dudas más que razonables sobre su capacidad para generar ese bienestar a nivel mundial sin depredar y, a la postre, dañar de forma irreversible el propio planeta en el que habitamos. De momento, y aunque no se conozca alternativa contrastable, pues las ensayadas han fracasado, no ha demostrado ninguna de las dos cosas. Y quizá no convenga olvidar que los sistemas sociales perduran mientras son capaces de seguir generando riqueza dentro de un mínimo orden de cohesión social y, hoy también, de sostenibilidad medioambiental. De esta suerte, lo más sensato cara al futuro sería oponer a la utopía de los ilusos y a la de los necios la utopía de los cuerdos, es decir, aquella que comprende que la mejor manera de transformar las sociedades y la vida es implantando y profundizando cada vez más en la democracia, entendida como síntesis de procesos crecientes de libertad e igualdad, o si se prefiere -y yo lo prefiero- de procesos de libertad entendida como liberación humana en todas las direcciones. Pienso que quizá ésta sea la utopía del siglo que comienza, la de garantizar de una vez por todas el protagonismo de los propios ciudadanos, de los poderes democráticos, que sean capaces de conducir la evolución del conjunto de la humanidad -y no sólo de una parte- por el camino de la cohesión social, de la sostenibilidad medioambiental, de la liberación personal, en fin, de un nuevo orden mundial que sea racional.

Nicolás Sartorius es vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas.

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