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Columna
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Las ciudades y los signos

Es 1602, el año en que Portugal se llena de impostores que se hacen pasar por el desaparecido rey Sebastián, que regresará de ultramar para redimir a su pueblo y reinstaurar el Quinto Imperio, y en que las horcas rebosan de falsos mesías con la mano derecha amputada. En el país vecino, España, la Inquisición ha encerrado en prisión a un hombre que escribe y escribe, derramando sobre el papel las imágenes hermosas y extrañas que contempla en su cabeza. El prisionero vislumbra una ciudad imposible, llamada la Ciudad del Sol, que consta de siete círculos concéntricos trazados sobre la falda de una montaña; la muralla que separa a cada círculo del posterior se halla plagada de ilustraciones: figuras de hombres, bestias, instrumentos, astros y divinidades, que los viandantes miran sin cesar para amueblar sus almas, para impedir que el olvido se apropie de todos esos objetos que no le pertenecen. Aquella fantasía no sería publicada sino veinte años más tarde, cuando Tommaso Campanella dejase la cárcel con la intención de protegerse en la corte de Francia, donde las visiones exigían castigos más leves; a tres siglos y medio de distancia de su aparición, la Ciudad de Sol conocía un nuevo avatar, y sus imágenes volvían a encenderse como candelabros a los que se les ha rascado el óxido. Resulta difícil no creer que Italo Calvino estaba homenajeando a Campanella en las páginas en que nos habla de Tamara, la ciudad hecha de signos: un lugar en que cada objeto no termina en ser lo que es, sino que sirve de puente a otro que se encuentra más allá de él. Símbolos de tenazas, cornucopias, alabardas, balanzas, delfines acosan al visitante en cada esquina, obligándole a leer, a descifrar, a trabar un relato; para ser comprendida y valorada, Tamara exige que se la traduzca, que el viajero que atraviese sus calles sepa entender la barbería, el templo, la biblioteca y la taberna. 'La mirada recorre la calle como páginas escritas: la ciudad dice todo lo que debes pensar, te hace repetir su discurso, y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino registrar los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes'.

Muchas son las comparaciones que soportan las ciudades y los libros; cuántos de nosotros no han sentido, al penetrar en calles que no conocían y detenerse en los umbrales de los palacios o los podios de las estatuas, el mismo aroma a futuro a punto de ser desflorado, los mismos arrullos, enigmas y respuestas que promete una novela o una recopilación de versos. La semana pasada, en Córdoba, los alumnos de un instituto de secundaria cubrieron completamente la hermosa Plaza de la Corredera, por fin restaurada, con las letras de un cuento de las Mil y Una Noches. Los paseantes, intrigados y sorprendidos, bailaban una coreografía sobre el pavimento, corriendo de palabra en palabra en persecución del argumento, intentando no estorbar las comas con los zapatos. Mediante ese gesto de los alumnos del instituto Averroes, la ciudad exigía ser desentrañada, no como un lugar en el que se vive, se ama, se padece o se sueña, sino como un tránsito, un signo dotado de sentido que aludía a algo más allá, a otra ciudad detrás o debajo de ella por la que sólo logran pasear los lectores muy ejercitados: porque toda ciudad es un iceberg que espera.

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