Política y calle
La invectiva de la ministra de Educación contra diputados y rectores de Universidad que defendían las manifestaciones de estudiantes me recordó sus tiempos en que salía a la calle contra Franco: o sea, contra algunas de las formas de gobernar que han sido heredadas incluso por ella. Es el tránsito del tiempo. La política sale a la calle en pocas circunstancias, pero está autorizada bajo ciertas condiciones, y esta autorización forma parte de las libertades democráticas que debemos defender. Son una: hay especialistas en esas represiones, y sus técnicas conviven con las doctrinas de libertad de expresión y de manifestación. Algunos gobernadores, como el de Madrid, pero también la terna de Barcelona -Ayuntamiento, Generalitat, delegado del Gobierno-, son especialmente duros. Mucho más con los inmigrantes, porque no son sus hijos, y los estudiantes, sí.
Hay también un despecho civil contra este salto de la política a la calle: sobre todo por los atascos del tráfico. Es posible que para algunos no llegar tarde a su trabajo o a su visita sea más importante que la defensa de la Universidad libre: sobre todo si no la desean. O la del aceite, o la de los pescadores. Las ideas alcaldesas de crear un manifestódromo donde se reúnan los que protestan de algo tienen el hallazgo de la imbecilidad miserable: respetar el derecho a la manifestación y a la expresión como manda la democracia y el espíritu de la libertad y, al mismo tiempo, convertirlas en invisibles, en inútiles. Y no lo son. Lo que está pasando estos días con los estudiantes y sus profesores, entre el Gobierno y los universitarios, tiene más alcance que el de la cuestión gremial que suele dominar las manifestaciones: es un problema de adquisición de cultura, técnica y civilización por la enseñanza pública y con aspiraciones a ser gratuita frente al dominio de las universidades privadas, que forman clases dirigentes hereditarias, transmisiones religiosas y pobreza en la enseñanza pública.
Es un asunto que va de la primaria a la Universidad, alcanza a algunos masters y a la continua expedición de estudiantes a EE UU con la idea de que 'aprendan inglés', y lo que transportan luego son otras ideas, otra colonización intelectual. A menos que se prefieran los colegios católicos irlandeses, donde las niñas pueden tener más vigilada su virginidad y conservar sus principios fundamentales.
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