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La hora del euro

Un economista en Washington me muestra una guía para turistas americanos en Europa que había pertenecido a su abuela. En los años veinte del siglo XX, las instrucciones decían así: al pasar la frontera de Portugal a España, usted deberá cambiar escudos por pesetas y adelantar su reloj veintiún minutos... Al cruzar a Francia, deberá cambiar pesetas por francos franceses y adelantar su reloj veintitrés minutos... Al llegar a la frontera con Italia, deberá cambiar la moneda por liras y adelantar su reloj treinta y ocho minutos, etcétera. La variedad de los cambios horarios de antaño se debía a que cada Estado había adoptado como oficial la hora solar de la capital y las distancias entre Lisboa, Madrid, París, Roma, etcétera, por supuesto no son uniformes. Actualmente, los costes de transacción y adaptación horaria del viajero han desaparecido gracias a la implantación de un horario único europeo (aunque éste comporta otros costes en el ritmo de la vida cotidiana por la falta de sintonía con el horario solar, como bien saben los gallegos, por ejemplo). Hay quien sostiene que la implantación de una moneda única europea -de la que, al igual que del horario, por cierto, están excluidos algunos compatriotas europeos, incluidos los británicos- también eliminará los correspondientes costes de transacción. Pero la adaptación al euro puede no ser tan automática como la adaptación al horario. Algunas reglas de comportamiento colectivo se aplican por sí mismas porque seguirlas y actuar de acuerdo con ellas está en el interés de cada individuo. La adaptación general y casi instantánea al horario de los demás la comprobamos dos veces al año desde hace varios decenios, en otoño y primavera. Otras adaptaciones son también automáticas, como, por ejemplo, las inducidas por cambios en ciertas reglas de tráfico. Es relativamente conocido que, a mediados de los años sesenta, en Suecia se sustituyó la regla de circular por la izquierda, como los británicos, por la de circular por la derecha, como en el resto del continente. Se estableció que la nueva regla entraría en vigor a las doce en punto de una noche y la adaptación de los conductores fue, desde luego, instantánea, en el propio interés de cada cual. Reglas como el horario y el Código de Circulación regulan transacciones masivas y anónimas, por lo cual es inviable escapar de ellas y regirse por un criterio particular. Pero otras reglas que regulan transacciones privadas y más personalizadas no necesariamente inducen una adaptación automática. Todavía en la España de los años sesenta era habitual que algunas abuelas usaran antiguos pesos y medidas regionales o locales en las transacciones comerciales al menor. La báscula de la tienda de comestibles marcaba, por ejemplo, cien gramos, pero la tendera exclamaba '¡tres onzas!', o bien la aguja llegaba a la señal de doscientos gramos y se oía '¡media libra!', sin que las clientas mostraran ninguna sorpresa o contrariedad. Los británicos y los estadounidenses también adoptaron oficialmente el sistema métrico decimal en los años setenta, pero la gran mayoría sigue contando con millas, pies, libras, galones y medidas así. Apenas hay memoria (ni estudios, por cierto) sobre los procesos de adaptación a una nueva moneda como los que debió inducir la creación de la peseta en el siglo XIX. La experiencia de vivir en otro país sugiere que hay un hecho clave que acelera la adaptación: la primera nómina en la nueva moneda. A partir del momento en que uno sabe cuánto ingresa cada mes, por ejemplo, en dólares, tiende a calcular gastos y asignaciones en la misma moneda. Pero, a pesar de esta fuerte inducción, cabe sospechar que el proceso de adaptación al euro se parecerá más a la lentitud producida por la adopción del sistema métrico decimal que al automatismo del cambio de horario o de reglas de conducir. Dado que la inmensa mayoría de las compraventas son de tipo privado y personalizado, cabe en ellas la coordinación de los actores al margen de la regla oficial, sobre todo si éstos comparten una referencia alternativa como la moneda previamente existente. La peseta puede sobrevivir en los cálculos de tratos privados durante el siglo XXI del mismo modo como, de hecho, durante el siglo XX sobrevivieron no sólo la libra y el palmo (e incluso el palmo cuadrado), sino también los duros y los reales. Ni siquiera está muy claro que las eurocalculadoras y las tablas de conversión vayan a facilitar mucho el tránsito desde el hábito de contar en pesetas. El ex alcalde de Barcelona Pasqual Maragall, por ejemplo, propone que cada ciudadano haga la siguiente operación mental: divida el monto en pesetas por uno y medio, quite dos ceros y redondee por abajo, o bien divida por dos y redondee por arriba un veinte por ciento. Así, por ejemplo, para saber cuánto son mil euros, habría que pasar primero de mil a seiscientos sesenta y seis; luego, a seis coma seis, y redondear a seis, o bien pasar de mil a quinientos, luego a cinco y aumentar un veinte por ciento de cinco, o sea uno, para obtener seis. Este tipo de consejos, digamos prácticos, suponen que el problema de la adaptación a la nueva moneda consistirá en pasar de pesetas a euros. Pero lo más probable es que, a partir de enero, el problema más común sea el contrario: los documentos escritos, oficiales y bancarios marcarán en euros, pero las abuelas de hoy querrán seguir contando en pesetas. El cartel indicará un precio: por ejemplo, quince euros, pero tanto la tendera como la compradora pensarán o quizá incluso dirán: dos mil quinientas pesetas. Ante una oferta al bonito precio de cien euros, muchos seguirán pensando: o sea, unas diecisiete mil pesetas, quizá no tan barato como cabría esperar. La adaptación al nuevo horario suele llevar como máximo un día. Pero la adaptación al euro, como a los pesos y medidas, puede llevar como mínimo una generación.

Josep M. Colomer es profesor investigador en el CSIC y la UPF.

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