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Columna
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Geschapela

También uno fue tentado -en la lejana juventud- por el demonio de los negocios y las especulaciones, sin el menor conocimiento de los tejemanejes y funcionamiento de la Bolsa, ni el antiguo trajinar de la oferta y la demanda. Alguien -ni siquiera retengo su filiación- en el superviviente y saleroso Madrid de los años cuarenta, excitó mi concupiscencia hacia las ganancias fáciles y me incitó a meter los parvos ahorros y los de algún familiar en una operación export-import de boinas para Egipto. No se trató de una insidia pasajera, sino de la asimilación de un estudio sugestivo de la realidad económico-política del Oriente Próximo en aquellos momentos. Con lo que yo ignoraba sobre aquella región podría haberse redactado una densa tesis doctoral, merecedora de aspirar al Premio Nobel.

Eran los días previos al abandono por las fuerzas coloniales de los territorios que se sacudían el yugo de las potencias ganadoras de la Primera Guerra Europea, cuando el barrio europeo de Estambul remaba vigorosamente hacia las comodidades cristianas y el oriental esperaba la visita de Antonio Gala para escenario de su fantasía; Beirut era una recatada y limpia ciudad francesa de provincias, en cuyas colinas disfrutaban de la vida los millonarios árabes a quienes todavía no les habían descubierto el petróleo; Bagdag preservaba su encanto, las ciudades de Tierra Santa su polvo milenario y los judíos andaban volando hoteles, trazando a escuadra la supermoderna Tel-Aviv y compartiendo el odio hacia los ingleses con los súbditos del rey Faruk.

O sea, un futuro inmediato deslumbrador. Exactamente, en 1946. El genio de las operaciones financieras hizo descender sobre mí su atención excelsa y a los pocos días me encontraba en una reputada fábrica de Tolosa, adquiriendo una partida de chapelas cuya carencia parecía hacerse notar con fuerza en el Mediterráneo Oriental. Claro que yo sabía que los nativos utilizaban turbante, tarbús o fez, pero se trataba de una alteración ambiental tan profunda -me confió- que atañía incluso a las tradicionales prendas de cabeza. En el Madrid de entonces, el pulso de España entera pasaba por un edificio señorial, de ladrillo descubierto -que se mantiene intacto y lozano- en la calle de Serrano, esquina a la de Ayala. Era el Ministerio de Comercio, dirigido por el catalán Demetrio Carceller y en cuyas escaleras, rellanos y antedespachos se han fraguado sólidas fortunas. Como las dependencias oficiales eran insuficientes estaba habilitado el Café Roma, ya desaparecido, al otro lado de la calle. Mis veintimuypocos años limitaban tanto los conocimientos de las altas jerarquías de Estado que podía decirse que no conocía absolutamente a nadie que sobrepasara el nivel de secretaria de un subjefe de negociado. Las arduas e improductivas gestiones para obtener una licencia de exportación -que era el primer paso- desviaron la marcha del negocio, que tomó la delictuosa vía del contrabando de boinas, lo que dudo haya tenido repeticiones. No les puedo agobiar con las kafkianas peripecias de aquella partida de gorras. Tras notable disminución de su número, acabaron en la estrecha cabina de una infeliz radiotelegrafista en la compañía naviera que realizaba aquella ruta, a quien el cerebro de la banda logró también convencer, como a los participantes, cuya identidad era secreta. Jamás apareció el prometido comprador de la mercancía y el capitán, en una inspección rutinaria, ordenó que fueran arrojadas al mar. No he llegado a entender al gestor, que había derrochado imaginación al concebir tan estúpido asunto, pues la cuantía, entonces y ahora, tenía ridículas dimensiones. Lo importante era espabilar las neuronas y encontrar el suficiente número de incautos ávidos de prosperar para consumar situaciones sumamente ridículas. Ahí está el secreto: la cantidad de primos y su codicia.

Aparte de mi vida profesional -que tuvo momentos de esplendor, lo reconozco- nunca he sucumbido a la tentación de creer que la fortuna la traen a casa, y pienso que el tocomocho correspondiente a cada cual en la vida ya me lo dieron en edad temprana. Cuando leo las vicisitudes por las que pasa el asunto Gescartera, me remito a mi Geschapela y resumo que de la tentación sólo estamos verdaderamente protegidos los que no tenemos un duro, que somos muchos. Una situación envidiable, qué quieren que les diga, el que no se consuela es porque no puede.

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