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Columna
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Ahora, ahora

En un poema del escritor sueco Tomas Transdrömer sucede que un hombre se queda dormido en el asiento trasero de su coche. Al despertar no sabe quién es. El no reconocerse le da pánico y le hace revolverse 'como un gato en una bolsa'. Y aunque luego poco a poco recupere su vida y su nombre le llegue 'como un ángel', no le abandonará la desazón por esos momentos de olvido de sí mismo.

Lo que me ha conducido hasta el poema, por uno de esos caminos sólo en apariencia extravagantes que nos abre la mente, es la noticia de que un laboratorio norteamericano ha iniciado la primera clonación de embriones humanos, y el debate que ese anuncio ha planteado esta semana. Los científicos se han apresurado a aclararnos la diferencia entre la clonación reproductiva y la terapéutica -de esta última se trata por el momento-, y a instruirnos sobre las ventajas de clonar células madre -otra vez las madres sacándonos las castañas del fuego-, capaces de regenerar cualquier tejido. Las razones terapéuticas siempre parecen relucientes y concluyentes. Y es que cuesta oponerse a lo que se presenta como destinado a combatir el sufrimiento. No me opondré.

Pero si la cara de la moneda -y aquí junto con las metafóricas caben las interpretaciones literales de este término- de la clonación es la posibilidad de vencer enfermedades que hoy son incurables, su cruz está, como casi siempre, en el miedo que provoca, y que puede resumirse en la posibilidad de que en el futuro alguien se ponga a fabricar seres humanos, o peor, series de humanos, para después manipularlos a su antojo: seres repetidos, despersonalizados, autómatas al servicio de cualquier ambición aberrante. Es decir, que ese miedo que infunde lo clónico en realidad son dos: uno por la repetición; y el otro por la esclavitud. Aunque en ambos casos se trate de temores hipotéticos.

El miedo a la repetición no lo comparto. Y aquí cobran sentido los versos de Tomas Tranströmer. Difícilmente puedo imaginar la posibilidad de dos seres humanos mental y emocionalmente idénticos, cuando ni siquiera conseguimos, a lo largo de una única vida, parecernos todo el tiempo a nosotros mismos. Cuando nuestra experiencia, a poco que nos miremos dentro, es la de ser múltiples, escindidos, contradictorios. Un conjunto de otros, en definitiva, mayormente imprevisibles.

En cuanto a la esclavitud también me niego a temerla en hipótesis. Y a aceptar que sea necesario ponerse desde ya a elaborar mecanismos de control remoto, normas legales y morales que puedan combatirla en el futuro.

Esas normas se necesitan hoy. Porque la esclavitud existe ya sin que se alarmen ni protesten la mayoría de los que se alarman y protestan por la clonación; sin que se indignen los profesionales de las indignaciones anacrónicas. Porque el mundo real está lleno de manos negras que tratan a los seres humanos como esclavos. Como peones clónicos, al por mayor. Que los explotan; y los manipulan grosera o sutilmente -es una simple cuestión de geografía-.

Esos debates morales ficticios, desplazados, que defienden en el futuro lo que desprecian en el presente no son otra cosa que inmorales maniobras de distracción, de confusión provechosa -está comprobado que la rentabilidad de los apocalipsis siempre es actual, nunca a plazo- y de embobamiento. Indecentes maneras de marear la perdiz del humanismo para acabar cazándola, y comiéndosela luego con cuatro aliados.

Y otra vez desemboco con toda naturalidad en Tomas Tranströmer, que en el poema titulado Noche de diciembre 72 dice: 'Todo lo demás es ahora, ahora, ahora'. Sólo cuenta el ahora. El cerco moral y político de una realidad injusta, nefastamente clónica para la mayoría de los seres humanos. Su abolición presente.

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