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Columna
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'Festina lente'

La indefinición política del nacionalismo catalán gobernante, también llamada ambigüedad, ha llegado hasta aquí. Hasta la escena que veo esta semana en TV-3. Se trata de una de esas largas tomas que diariamente la televisión pública regala al delfín de Pujol. Arracimados ante Artur Mas, unos periodistas le preguntan qué opina sobre la pretendida decadencia de Barcelona y sobre las quejas que los empresarios catalanes han insinuado a Aznar. Cuando se exhibe en tribunas favorables, Mas levanta el poderoso mentón y observa al auditorio con mirada ligeramente metálica, pero ante estos voraces periodistas se muestra cabizbajo. Con los ojos caídos, sugiere que a lo mejor Aznar no acaba de darse cuenta de que, infraestructuras aparte, las grandes ciudades necesitan otro tipo de inversiones. Y sin cambiar el tono, sin levantar la mirada, se atreve a construir una suave ironía: a lo mejor, afirma, el presidente Aznar sí se da cuenta de las necesidades de una gran ciudad, pero sólo de las de Madrid, puesto que todos los recursos allí se dirigen. La cita es aproximada, no textual, pero la actitud del personaje no se escapa mucho de mi descripción. Reverente y sumiso incluso en la forma de construir la ironía, Artur Mas se expresaba ante las cámaras de TV-3 como se hacía en los viejos internados: hablando entre líneas, pero sin cambiar el tono, de manera que sólo los entendidos, los más próximos, podían captar la disidencia contra el director. Veinte años de ambigüedad calculada para acabar aceptando que es Madrid la que se va. Veinte años de ambigüedad calculada para acabar rindiendo públicamente pleitesía a Aznar, guiñándole por lo bajinis el ojito al elector fiel. A eso le llaman nacionalismo no sucursalista.

Me pregunto si es dolor precordial o acidez de estómago lo que esta ración diaria de ricino aznariano produce en los mandos convergentes. Acostumbrados Pujol y sus adláteres durante años al ordeno y mando, después de haber desmantelado sin rubor todas las estructuras que molestaban a su visión centralizada (nacional, decían) de las cosas; después de haber construido un país de catalanes buenos y malos gracias a unos potentes medios de comunicación que iban a servir, en teoría, para salvar la lengua; después de haber reorganizado el territorio mediante unas comarcas pigmeas, la principal función de las cuales ha sido domesticar a los municipios; acostumbrados, digo, Pujol y sus adláteres al ordeno y mando: ¿qué es lo que deben de sentir ahora, tragando el ricino de un tipo como Aznar: tan igualito a ellos en el despecho, tan semejante a ellos en su falta de rubor, en su displicencia ante el adversario, en su dureza de oído? A eso le llaman nacionalismo no sucursalista. Una etiqueta de indiscutible valor electoral que, sin embargo, 20 años después ya no puede ocultar su crudo significado, su gangrenosa utilidad: ha servido (y puede que siga sirviendo) para estigmatizar a los que han escogido otras vías políticas.

Todo esto es muy sabido, me dirán ustedes. Y aburridísimo. ¿Para qué regresar a ello? Por esta razón: aburrido o no, el nudo que todo lo paraliza sigue estando ahí. Cataluña se provincianiza confortablemente dormida en su sueño ensimismado. Mientras, en la España de Aznar triunfa el revisionismo español más rancio. Un empate inicial de nacionalismos que se decanta poco a poco de la parte del fuerte: un españolismo que parece dispuesto a dejar que el desagüe se trague todo lo que estorba a la decoración monocolor. No es fácil deshacer el nudo. Pero algo ha empezado a moverse. Una tercera vía. En Cataluña, con el documento de las izquierdas sobre autogobierno, y en España, con la lenta pero visible expansión de las tesis federalistas en el PSOE. Y sin embargo, la tentación de muchos catalanes hartos de pujolismo es la misma de Alejandro ante el nudo gordiano. Golpe seco de espada. Es decir: antinacionalismo a tope. Lo curioso del excluyente patriotismo de CiU es el cariño que le han acabado tomando sus enemigos más conspicuos. Ya desde los primeros años: los mayores publicistas de Pujol fueron los antipujolistas. Lo subrayaban oponiéndose punto por punto a sus ideas, impugnándolas como un todo pestífero. Negando incluso la necesidad misma de la protección de una cultura en peligro de extinción. El antinacionalismo ha completado a Pujol: como la noche completa el día o el diablo redondea la existencia de Dios.

La izquierda catalana (no sólo la política: la intelectual, la social) tiene la obligación de intentar una tercera vía. Repito: la obligación. Deshacer el nudo implica no darle, per negationem, la razón a Pujol, sino algo más difícil, pero muchísimo más apasionante: construir una nueva sociedad abierta, enriquecida con las dos grandes tradiciones culturales que anidan en Cataluña (sin olvidar las que ahora llegan). Se trata de superar la fase de la respetuosa indiferencia que sitúa a tantos catalanes de espaldas, a causa de su lejano origen, ignorándose. Reconocer al otro implica aceptarle como es, con su lengua y sus mitos. Se trata, asimismo, de superar la fase nostálgica y el resentimiento histórico que da más importancia a los supuestos sueños de los abuelos que a las necesidades de los recién nacidos. Se trata, finalmente, de no perder el gas. Cataluña, para seguir siendo económicamente enérgica, debe liderar, de una vez por todas, la España real. No sólo la plurilingüe, sino también la de los aeropuertos y carreteras: ¿por qué tienen que surgir todas de un eje central? Después de muchos años de acomplejamiento, de errores y de zozobras, parece que la tercera vía catalana empieza a andar. Se reconocen partidos muy extraños, se mezclan tintas muy fuertes, se avanza rápido en teoría y con más lentitud práctica. De la misma manera que el freno y el acelerador son, en el coche, piezas inseparables, también en la política. Lo importante es describir una ruta, un itinerario. Y tomar un vehículo. Y avanzar festina lente: acelerando lentamente, como recomendaban los clásicos.

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