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UN MUNDO FELIZ
Columna
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Biodemocracia

Hace dos días el dibujo de El Roto, en esta página, lo dejaba muy claro en un simple rótulo: 'Fábrica de fetos para piezas de repuesto'. Era su comentario -a la antigua, para que todos lo entendamos- de la última bionoticia futurista: la clonación de embriones humanos. Brrrrr. Poco después leí en el recién publicado libro de la física india Vandana Shiva (Biopiratería. El saqueo de la naturaleza y del conocimiento, que acaba de publicar Icaria) que, en este momento, en la cola para clonar animales se acumulan 190 bioinventos. Y hace un rato acabo de enterarme de que la revista científica Nature da cuenta de que el maíz mexicano ha sido bioinfectado por genes de maíz transgénico norteamericano transportados hasta allí por el viento o las abejas. Mañana, pues, puede pasar cualquier cosa; pero, obviamente, cada vez nos sorprenderá menos.

Los que aún asociamos lo bio con el yogur nos vamos a biorreciclar a la fuerza y aunque nos suene a cosa de marcianos. Claro que, ahora mismo, casi todo -tanto en la vida real como en la biovida- tiene un aire marciano fabulosamente paradójico. La biovida subterránea avanza, al mismo tiempo -quizá a la misma velocidad, en la misma dirección y con idéntico impudor- que los horrores de Afganistán, los manotazos y mordiscos genitales del fútbol o la exhibición planetaria de pensamiento homogéneo de los dos ideólogos clónicos del momento (me refiero a Bush y a Aznar, claro).

Esta coincidencia, aceleradamente frenética, del biofuturo con un presente que derrocha violencia y ortodoxia casi medieval en sus flancos más espectaculares conforma una realidad bien inquietante para los que carecemos de bioimaginación futurista y creímos superada la Edad Media. Está claro -debe de ser otro efecto de la globalización- que habrá que acostumbrarse a vivir a la vez todas las épocas de la historia. Pero ¿y si hay un choque de trenes? Me disculpo enseguida de idea tan pedestre, limitada, poco moderna y acientífica.

Debo reconocer que me cuesta tanto admitir que hay biopiratas como imaginar que, a estas alturas, para solucionar los problemas de la guerra es necesaria más guerra, igual que en la Edad Media. Claro que, hay que seguir reconociendo, si el polen que vuela por el aire o que transportan las abejas nos bioinfecta, la ciencia omnipotente inventará enseguida un antídoto eficaz -por el que pagaremos cualquier cosa- o propondrá una detalladísima ley para el control definitivo de todos los insectos del planeta. ¿Por qué no, por ejemplo, una buena patente sobre abejas, moscas y otros bichos que campan insoportablemente a sus anchas desde hace siglos?

No estoy diciendo nada raro: la vida -cualquier clase de vida, los genes por ejemplo- no sólo se crea en el laboratorio, sino que se patenta desde hace años. Se toma una semilla de azafrán, como pasó en la India, se le añade la garantía de la etiqueta de un laboratorio global y queda, así, lista para ser consumida por los mismos que la cultivaron hasta que llegó la patente que arruinó su agricultura. Esta sencilla operación -a la vez tan futurista, por la ambición de poseer la vida, como medieval en su forma drástica de controlarla- que patenta la vida, la empaqueta y la comercializa es lo que Vandana Shiva, que ha llevado el asunto a los tribunales internacionales, denomina biopiratería. Los biopiratas se apropian científicamente de la naturaleza: ése es su botín privado.

Cosas así pasan todos los días desde hace mucho, como si nada. Y no es ciencia-ficción hablar de que algún día nuestro carnet de identidad puede venir avalado por las patentes de nuestra composición genética, por las cuales habremos pagado el tributo que corresponda al señor medieval global que nos lo exija. ¡Ah!, y todo eso se llamará, por supuesto, biodemocracia.

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