Una piedra en el lago
El recuerdo de Ernest Lluch, en lugar de difuminarse bajo el polvo de los meses hasta caer en la fosa común del olvido como ocurre con casi todas las víctimas de ETA, se intensifica y se engrandece a la manera de los buenos caldos. Este recuerdo unánimemente elogioso me produce un sentimiento agridulce. Siempre lo quise. Pero tanta unanimidad me escama. Lluch no tenía un solo corazón; tenía muchos. Ni una sola patria; tuvo tres o cuatro. Ni tan siquiera un equipo de fútbol; tanto amó al Barça como a la Real. Era un inquieto que subvirtió la tendencia catalana a la quietud. Un devoto de la natación contra corriente. Fue heterodoxo en la clandestinidad cultural, lo fue ante el valencianismo fusteriano, en el socialismo catalán, frente a la patria jibarizada de los convergentes, en la mesa del Consejo de Ministros de Felipe, durante el apogeo del barcelonismo nuñista y, naturalmente, ante el pleito vasco, por entrometerse en el cual se llevó los reproches de los intelectuales del Basta Ya y los tiros de ETA.
Observada desde la atalaya de un año de ausencia, la bulliciosa vida de Lluch se parece mucho a la piedra hundida en un estanque, que forma infinitos círculos concéntricos partiendo de un vigoroso núcleo central. No sé cómo definir a este núcleo: ¿pasión o curiosidad? Me inclino por curiosidad. Era insaciable. Quería saberlo todo. Lo general y lo particular, lo esencial y lo anecdótico, lo que pasaba en el banquillo del Barça o los factores que despertaron el proceso de industrialización en la Cataluña del siglo XVIII. Le intrigaba la pequeña historia de una ciudad que visitaba, el autor de la música que escuchaba. Hasta que se preguntó cómo desenvolver el tremendo nudo vasco. También la palabra pasión me parece exacta para definirlo. Ernest Lluch disfrutaba mucho. Disfrutaba con todo. ¿Quién no conoce profesores cansados, investigadores perezosos, amigos resentidos, políticos amargados, barcelonistas decepcionados, veraneantes aburridos o espectadores que bostezan en los conciertos? Nunca Lluch pudo caer en las redes del aburrimiento, la abulia o el ensimismamiento. Disfrutaba con todo. En un polvoriento archivo o en el estadio de Anoeta; cambiando de arriba abajo la sanidad española o dando clases en un aula discreta y sin focos; defendiendo sus razones políticas, escuchando un brillante concierto de Mozart o persiguiendo el rastro de Ferran Sor, un compositor clasicista al que rescató del olvido.
¿Por qué cuando vivía incluso los dirigentes del PSC, partido que contribuyó decisivamente a construir, se sentían incómodos con su indomesticable libertad de criterio y le frenaron o le desaprovecharon mientras ahora descubren, añorados, hasta qué punto su personalidad, su vehemencia, sus manías, su prodigiosa erudición, sus inquietudes, a veces contradictorias, siempre razonadas, pudieron haberse convertido en la sal imprescindible y la pimienta necesaria para amenizar un caldo político catalán generalmente desaborido y soso? ¿Por qué la Cataluña oficial que le negó el derecho a discrepar y a equivocarse (es sabido que un ayuntamiento nacionalista llegó a declararlo persona non grata, expulsándolo, cual demonio, del cielo patrio) lo encumbra ahora como símbolo de la catalanidad dialogante?
Una muerte trágica y sonora lo ha convertido en un héroe contemporáneo. No me parece mal que se convierta en una especie de mártir del espirítu democrático catalán, en un apóstol del diálogo. Al contrario: no sobran, en estos tiempos, tan tensos e inciertos, modelos de compromiso, de voluntarismo cordial, de generosidad sin fisuras. Pero no falseemos su principal virtud. Ernest Lluch era un hombre libre que nunca dejó de pensar por su cuenta y riesgo. No me lo embalsamen, por favor. Dejen que siga agitando las aguas del lago.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.