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Tribuna:POR UN DIÁLOGO CULTURAL ENTRE EL ISLAM Y OCCIDENTE
Tribuna
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La gran conversación

Debo confesar una cosa: antes del 11 de septiembre yo no sabía gran cosa del mundo musulmán. Aunque me avergüenza admitirlo, la verdad es que nunca presté mucha atención al islam. Tenía, como todo el mundo, un conocimiento superficial de la lucha histórica en Oriente Próximo entre Israel y sus vecinos árabes. Sabía algo de la OPEP y de la lucha con Occidente por el petróleo. Y, por supuesto, seguía los movimientos de Irak, Irán, Arabia Saudí, Libia y Siria. Pero en lo que se refiere a la cultura e historia musulmanas y su larga relación con Occidente, era prácticamente un ignorante.

Desgraciadamente, para despertar mi interés fueron necesarias las muertes de 5.000 estadounidenses en un acto horrendo de terrorismo. Al igual que muchos otros, desde entonces he estado leyendo sobre el islam, sus dogmas, sus luchas internas, su marco de referencia, sus contradicciones, sus clarividencias y sus imperfecciones, sus profundas semejanzas y diferencias con el cristianismo y Occidente. Algunas de las cosas que estoy aprendiendo sobre el islam me dan esperanza para el futuro, mientras que otras me hacen sentir miedo de lo que pueda venir más adelante.

Evidentemente, no soy el único. La industria editorial informa de que hay mucha demanda de libros sobre el islam. Siete de los 15 libros que encabezan la lista de más vendidos de The New York Times están dedicados al islam. El Corán se ha convertido en un éxito de ventas, y las estanterías de las bibliotecas han sido vaciadas por millones de personas que se están empollando los fundamentos del islam. Por lo que parece, el mundo entero se ha convertido en un aula gigantesca, mientras intentamos desesperadamente encontrar algún sentido a los trágicos acontecimientos del 11 de septiembre y sus secuelas.

Y ¿qué es lo que hemos aprendido, no ya acerca del islam sino de nosotros mismos? Primero, que tendemos a no tomar en consideración las realidades que difieren de la nuestra en algunos aspectos fundamentales. Hemos llegado a aceptar al pie de la letra que nuestra forma de vida es la norma universal. Vemos el mundo desde una perspectiva occidental y estamos legítimamente orgullosos de nuestros grandes logros, aunque somos conscientes de nuestras limitaciones. No podemos imaginar que haya alguien que no aspire a nuestra forma de vida. Por tanto, para nosotros, esas personas o bien no existen o, si existen, tienen una forma de pensar que nos es tan ajena que no podemos admitir su presencia entre nosotros. El resultado es que los rechazamos. A todos los efectos prácticos, estos 'otros' no están y no cuentan.

A lo largo de las últimas semanas he oído continuamente a los intelectuales musulmanes utilizar la palabra 'humillación' para describir cómo se siente un gran número de musulmanes. Es interesante porque la humillación es un vocablo profundamente cultural que penetra mucho más que términos políticos o económicos como 'empobrecido' o 'privado del derecho al voto'. Sentirse humillado es que le nieguen a uno la consideración y el respeto.

La mayoría de nosotros no nos podíamos creer que muchas personas en el mundo musulmán, incluso entre la clase acomodada y culta, respondieran ante la muerte de miles de estadounidenses de una forma casi altiva, como si estuvieran diciendo 'ya no podréis volver a hacer caso omiso de nosotros'. Gran cantidad de musulmanes -aunque es cierto que no todos- experimentan una cierta sensación de orgullo por lo que llevó a cabo Osama Bin Laden. Después de todo, él nos obligó a tomar nota de la existencia de 1.200 millones de musulmanes. Pero la suya fue una proeza negativa, nacida de la violencia y planeada para atraer nuestra atención esparciendo el miedo y sembrando el odio. Desdichadamente, ha funcionado. Ahora la cuestión es: ¿puede sacar algo positivo de este acto horrible? ¿Cómo podríamos utilizar el 11 de septiembre para que se vuelva contra Bin Laden y las células terroristas que actúan en todo el mundo?

Sospecho que lo que más temen los terroristas es que se distraiga la atención de su agenda llena de odio. ¿Qué pasaría si en vez de aferrarnos a cada observación de los extremistas, analizando todos sus pronunciamientos y fatwas, dirigiéramos nuestra atención hacia el centro de gravedad del mundo musulmán e hiciéramos un llamamiento a un diálogo cultural entre el islam y Occidente? Hay muchas preguntas que tenemos que hacernos los unos a los otros. Por ejemplo: ¿qué piensa la mayoría de los musulmanes de los valores que para nosotros son más queridos, como las libertades civiles, la participación democrática y la igualdad de los sexos? Me gustaría saber si la mayoría de los musulmanes aceptaría vivir en un mundo pluralista, con respeto hacia las religiones, creencias y modos de vida distintos de los suyos. Por otra parte, es probable que muchos musulmanes quisieran preguntarnos por qué estamos tan preocupados por los valores materiales y por lo que ellos consideran un estilo de vida decadente. El pueblo musulmán se cuestionará sin duda lo que percibe como devoción inquebrantable de Occidente hacia los objetivos laicos a expensas de la salvación espiritual.

Sé que algunos intelectuales de Occidente han dejado muy claro que para ellos la forma de vida occidental es superior desde todos los puntos de vista y que no debemos aceptar arreglos con aquellos que piensan lo contrario. De igual modo, muchos intelectuales y clérigos islámicos consideran que Occidente está enfermo y no quieren tener nada que ver con lo que ellos denominan la influencia maligna de la 'intoxicación por Occidente'.

Aun a riesgo de ser 'políticamente incorrecto', ¿no es posible que el islam y Occidente tengan de hecho cosas que aprender de la cultura del otro? Es revelador que en los dos meses transcurridos desde el 11 de septiembre no haya oído aún a un solo analista occidental hacer esta sugerencia, aunque he oído repetidas denuncias al islam por no adherirse a las creencias y valores occidentales. Y, sin embargo, resulta difícil creer que no tengamos nada que aprender de una cultura con un impacto tan poderoso en el mundo durante cerca de 1.500 años y en la que uno de cada cinco seres humanos encuentra significado para su vida. Tengo la esperanza de que esta misma idea pueda surgir en el mundo musulmán con respecto a Occidente.Sin embargo, si ambas partes creen sinceramente que hay poco o nada de positivo que podamos aprender los unos de los otros, hay poca esperanza de que se resuelva la división cultural que ahora nos separa, como no sea con una escalada de la violencia y una lucha prolongada en la que cada bando intentará imponer su voluntad y puntos de vista al otro.

Hemos estado invirtiendo grandes sumas de dinero en una respuesta militar y política al nuevo terrorismo. Quizá debiéramos ahora prestar tanta o más atención a la búsqueda de medios, mecanismos y canales adecuados para enzarzarnos en lo que verdaderamente cuenta: en la arena cultural en la que vivimos los aspectos más íntimos de nuestra existencia y en la que el conflicto entre dos formas de vida tan diferentes parece ser tan pronunciado.

Es desalentador que incluso en Estados Unidos y Europa, donde viven millones de musulmanes, haya con tanta frecuencia una escasa interacción entre sus comunidades y el resto. Vivimos en el mismo espacio, pero en realidades prácticamente separadas. Esto es todavía más preocupante si consideramos la cifra absoluta de musulmanes que viven en países de todo el mundo. Son mayoría en 52 países y una amplia minoría en muchos otros. Hay seis millones de musulmanes viviendo en Estados Unidos, dos millones en el Reino Unido, 3,2 millones en Alemania, cinco millones en Francia, 700.000 en Italia y 700.000 en España. Además, el islam es la religión que crece a más velocidad en el mundo. Los demógrafos predicen que dentro de 24 años uno de cada cuatro seres humanos será musulmán. Si la demografía es poder, entonces el mundo va hacia un siglo musulmán.

Hay muchas razones para la necesidad de comenzar ahora un diálogo cultural con el islam en vez de esperar hasta el punto de no retorno. Permítanme que cite solamente dos bombas de relojería culturales que no se pueden obviar por más tiempo. La primera: en Estados Unidos, Europa Occidental y otros países, las poblaciones musulmanas son jóvenes, a menudo en paro o pobres, y objeto de una discriminación creciente, todo lo cual se suma a su sensación de alienación, y los hace más receptivos al movimiento fundamentalista islámico. Millones de jóvenes musulmanes han sido dejados en la cuneta por la globalización. En una búsqueda desesperada por encontrar algún tipo de identidad, finalidad y esperanza para su futuro, muchos de ellos se dejan convencer por la llamada fundamentalista a una yihad para recuperar la Edad de Oro del islam y volver a conquistar el mundo para Alá (una especie de visión islámica de la globalización).

Segunda: para la mayoría de los que hemos aceptado hace tiempo la idea de la separación de la Iglesia y el Estado y el ser fieles a nuestra fe en privado y leales a nuestro gobierno en público, la idea de que un número importante de musulmanes que viven entre nosotros no comparten esta convicción nos resulta inquietante. Un periodista de The New York Times entrevistó recientemente a unos jóvenes estudiantes universitarios musulmanes en Estados Unidos y le sorprendió descubrir que aunque formaban parte de nuestra sociedad secular, algunos no se veían a sí mismos como estadounidenses, sino más bien como musulmanes que vivían en Estados Unidos. Sus vínculos son extraterritoriales y están basados en el renacimiento de la idea islámica de umma, que significa pertenencia a la 'comunidad islámica universal'. Muchos jóvenes musulmanes entrevistados tanto en Europa como en Estados Unidos desde el 11 de septiembre han dicho muy claramente que no lucharían contra sus correligionarios musulmanes de Afganistán o de ningún otro sitio si fueran llamados a hacerlo por sus gobiernos.

Mientras nosotros los occidentales nos sentimos ultrajados por la idea de que la gente que adopta la residencia y ciudadanía en nuestros países pueda ser más leal a sus hermanos de religión en todo el mundo que a su nación anfitriona, el hecho es que muchos musulmanes -especialmente los cada vez más numerosos jóvenes fundamentalistas- contemplan la nación y el Estado como una institución occidental y una invención colonial impuesta en Oriente Próximo y el resto del mundo. Es cada vez mayor el número de musulmanes que defiende la idea de un Estado universal islámico. Si añadimos a esto el hecho de que la diáspora musulmana se está extendiendo prácticamente a todos los países, empezaremos a entender el riesgo que supone el perpetuar la situación global de gueto en que tenemos al islam.

Por todas estas razones, hace ya tiempo que deberíamos haber comenzado un intercambio cultural abierto entre el islam y Occidente en nuestras ciudades y barrios. Ahora necesitamos desesperadamente una discusión franca entre nosotros acerca de quiénes somos y en qué creemos, incluso si a ninguno de ambos lados le gusta lo que oye.

El presidente Bush, el primer ministro Blair y el canciller Schroeder han intentado repetidas veces marcar las distancias entre el islam y la red Al Qaeda, y han insinuado que la única amenaza auténtica al modo de vida occidental es la campaña terrorista mundial de Bin Laden. Sin embargo, aunque la red de Bin Laden dejara de existir, tendríamos que seguir enfrentándonos al hecho de que dos grandes civilizaciones, con una larga historia de conflictos y pugnas, están una vez más frente a frente en la arena global. Cada una contempla a la otra como una amenaza a sus valores, creencias y forma de vida.

Los políticos, los mandos militares y los periodistas hablan del 'Gran Juego', una referencia a las intrigas geopolíticas que se desarrollan entre el islam y Occidente en la guerra afgana. Desgraciadamente equivocaremos el verdadero significado de los acontecimientos que tienen lugar ahora en el mundo si seguimos pensando solamente en términos estrictamente políticos, militares y económicos. La esencia de la crisis a la que todos nos enfrentamos ahora es un profundo cisma cultural que tiene que ser abordado con honestidad. Permítanme sugerir que lo que necesitamos de verdad es 'la gran conversación' entre el islam y Occidente para que podamos encontrar la forma de adaptarnos el uno al otro. Hasta que no la encontremos, nuestro mundo seguirá siendo un lugar peligroso y precario para vivir.

Jeremy Rifkin es autor de La era del acceso (Paidos 2000) y presidente de la Fundación sobre Tendencias Económicas de Washington DC.

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