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Columna
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La recompensa

Eran tiempos difíciles. Había territorios enormes casi inexplorados en los que imperaba la ley del más fuerte. En los núcleos primigenios de población, la justicia y el orden eran bienes especialmente preciados porque de su grado de implantación dependía no sólo la seguridad, sino también el desarrollo y la prosperidad de sus habitantes. Conquistar las garantías mínimas para los bienes y las personas era, en consecuencia, un objetivo prioritario que resultaba tremendamente penoso de alcanzar.

Cualquier banda de forajidos se permitía el lujo de entrar en un pueblo a sangre y fuego, pegar cuatro tiros al que se pusiera por delante y vaciar sus cajas de caudales. De aquella situación nacieron héroes y leyendas que proporcionaron el mayor filón literario y cinematográfico de la historia. Era el Oeste Americano un espacio y una época en los que la fuerza de la razón sucumbía fácilmente ante la razón de la fuerza y donde el único credo común era la supervivencia. Los hombres caminaban con el revólver al cinto y en los lugares más visibles colgaban aquellos míticos carteles con el retrato de los forajidos ofreciendo una recompensa por su captura vivos o muertos.

Con ellos la comunidad estimulaba la colaboración de cualquier ciudadano que tuviera la iniciativa o la oportunidad de cazar a los malhechores. El pasado 5 de noviembre, un conductor que circulaba por la calle de Corazón de María de Madrid tuvo una de esas oportunidades de oro que nadie debiera desaprovechar. La de propiciar la captura de dos miembros del sanguinario comando Madrid de ETA cuando acababan de hacer estallar un coche bomba con 25 kilos de explosivos. Casi un centenar de personas resultaron heridas a causa de la deflagración, que provocó daños en ciento cuarenta viviendas y decenas de vehículos. Al no haber víctimas mortales, los estragos de la explosión pronto quedaron eclipsados por el episodio que protagonizó el espontáneo colaborador. Alguien que tuvo la intuición, la serenidad y el valor suficiente para iniciar una inteligente y discreta persecución de los criminales con el objeto de conducir a las fuerzas del orden hacia su detención. El éxito de su iniciativa fue, sencillamente, espectacular, al lograrse además de la captura de dos peligrosos asesinos la intervención de tres pisos francos y la obtención de una información enormemente valiosa sobre la banda armada. En resumidas cuentas, con su iniciativa una sola persona había conseguido en pocos minutos lo que todo el aparato antiterrorista y los servicios de inteligencia perseguían desde hace años. Lo acontecido ponía de relieve la importancia capital que la colaboración ciudadana puede llegar a tener en la lucha contra el terrorismo, introduciendo un elemento inquietante sobre quienes, hasta ahora, lo practicaban en condición rayanas a la impunidad. Podíamos esperar en consecuencia que lo ocurrido fuera aprovechado como ejemplo para estimular en la ciudadanía actitudes similares hasta el punto de agobiar e intimidar a los etarras con millones de ojos y oídos. Cabía igualmente suponer que el departamento de Interior anunciaría su firme determinación de garantizar el anonimato del colaborador además de premiarle con una elevada cantidad de dinero por el gran servicio prestado a la sociedad. No puedo imaginar destino mejor para los llamados fondos reservados. Sin embargo, nada de eso ha sucedido.

A cambio se suscitó una encendida polémica sobre si a esta persona debe exigírsele el comparecer ante los tribunales como testigo de cargo contra los terroristas. En el colmo del despropósito, algunos venerables de la judicatura han invocado el derecho de los abogados de los etarras a conocer la identidad de los que acusan a sus defendidos.

Aún más estúpida e irresponsable ha sido la actitud de ciertos medios que han tratado de averiguar o incluso presumido de conocer la identidad de esta persona. Quienes colaboren con las fuerzas de seguridad deben ser premiados y darles plenas garantías de que será respetado el anonimato para que su vida no corra el menor riesgo. Ésa es la mejor forma de incentivar una colaboración eficaz y generalizada que acorrale a los terroristas . Hay que recompensar y nunca desalentar a quienes puedan contribuir a la caza de criminales. De lo contrario, no habrá mas espontáneos y acabaremos todos con la pistola al cinto.

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