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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Choque de civilizaciones

El Ejido saltó a las primeras planas de la prensa en febrero de 2000, a raíz de la violencia que se desató contra los inmigrantes magrebíes en esa población de Almería occidental. Poco después, el antropólogo vasco Mikel Azurmendi, con el apoyo de la Universidad de Cornell, en Nueva York -a la que se había incorporado como visiting fellow buscando la seguridad y la libertad que se le negaban en el País Vasco-, pudo cumplir su viejo proyecto de pasar un tiempo en la zona: este libro es el resultado de más de cinco meses de trabajo de campo. Las primeras 286 páginas son apuntes realizados durante su estancia, y que nos permiten reconstruir sus experiencias personales. El epílogo que ocupa las 76 páginas finales resume la visión que ha desarrollado sobre la inmigración y sobre las razones de los sucesos de El Ejido.

ESTAMPAS DE EL EJIDO

Mikel Azurmendi Taurus. Madrid, 2001 363 páginas. 2.700 pesetas

Su punto de partida explícito es de simpatía y admiración por los viejos agricultores, muchos a su vez inmigrantes desde otras partes de Andalucía, que pusieron en pie la agricultura de la zona desarrollando los cultivos bajo plástico, y de quienes subraya una dura voluntad de salir p'alante, a costa de un trabajo sin fisuras y de una permanente austeridad, que se estaría perdiendo en la generación siguiente. Desde la experiencia de esta generación esforzada, con la que se identifica por la suya propia como emigrante en la Europa de los años sesenta, Azurmendi no sólo lamenta la lenta extinción de aquel espíritu, sino que se indigna ante las críticas bien pensantes que buscan racismo donde sólo existía la cultura de solidaridad de quienes viven de su trabajo.

¿Por qué entonces el conflicto? Como se sabe, por la desgraciada coincidencia en pocos días de tres muertes provocadas por magrebíes, por la falta de reflejos de las autoridades a la hora de ofrecer seguridad a los nativos de El Ejido, y por la singularidad de los inmigrantes árabes frente a los subsaharianos o de otras procedencias. Éste es el punto más polémico: Azurmendi atribuye a la cultura de los magrebíes un deseo de ahorrar al máximo para ganar prestigio en sus redes familiares que, unido a la dificultad para encontrar vivienda y al desdén por la limpieza y el trabajo doméstico de un colectivo abrumadoramente masculino, les conduce al hacinamiento y la suciedad. Y como El Ejido tiene una larga historia de punto de llegada para inmigrantes en busca de trabajo y de papeles, aparece una población flotante y marginada por su propio descuido.

Hombres solos, además, despreciativos y agresivos con las mujeres, que recurren con frecuencia al robo al descubrir su escasa importancia penal en nuestra sociedad, que a menudo renuncian a trabajar en cuanto pueden cobrar del paro, o mientras tratan de hacerse con los papeles necesarios para conseguir un trabajo menos duro. Pero Azurmendi no pretende generalizar: 'Habrá bastado seguramente un centenar de magrebíes ladrones y pendencieros para hacer recaer sobre la comunidad entera el estigma' (página 326).

De hecho, si es cierta la situación que describe sería sorprendente que no existiera un reflejo racista en la sociedad de El Ejido contra los magrebíes. El autor argumenta que hasta febrero de 2000 los nativos no generalizaban a un colectivo los problemas que pudieran tener con personas concretas, y que fue la violencia colectiva, sumada a la huelga de respuesta de parte de los magrebíes, lo que por primera vez enfrentó dos identidades, dos comunidades. Desde ese punto de vista en El Ejido no había racismo, pero podemos estar asistiendo a su aparición a partir de aquel enfrentamiento.

Si el lector responde al es

quema de progresista trasnochado que tanto irrita a Azurmendi, es inevitable que le imagine víctima de un particular síndrome de Estocolmo, consecuencia de su admiración por el espíritu y la calidad humana de los viejos agricultores. Pero si se admite que su descripción puede no ir descaminada, resulta inevitable preguntarse cuánto han pesado los factores demográficos, institucionales y culturales para provocar la violencia que todos lamentan y condenan.

'...Cuando en una sociedad democrática crezca súbitamente una gran masa inmigrante (¿el tercio del conjunto de la población?) que exceda a la oferta de trabajo y de vivienda y que sea percibida como contraria a la seguridad ciudadana, entonces cualquier azar funesto que refuerce tal sentimiento de inseguridad puede provocar un estallido de corte xenófobo' (página 332). La primera cuestión entonces es saber si se puede evitar la formación de una población flotante sin vivienda ni trabajo, y Azurmendi apunta en dos direcciones: la racionalización de las relaciones laborales y la aplicación efectiva de la ley.

El autor culpa a los agricultores por mantener -presionados por la caída de la rentabilidad de las explotaciones- una fórmula de contratación diaria que impide planificar las necesidades de alojamiento, favorece el cobro fraudulento del paro e induce la existencia de una población flotante marginal. Pero la otra cara de la moneda sería una acción eficaz de la inspección de trabajo y el cumplimiento efectivo de la Ley de Extranjería. Este último punto no sólo resulta problemático en la práctica, sino también bastante polémico, en buena medida porque los términos de esta ley, cuya última versión se aprobó en ausencia de consenso parlamentario, son susceptibles de crear numerosos conflictos.

Azurmendi parece creer que tales conflictos son, una vez más, obra de las buenas conciencias que ignoran la realidad social de las zonas de inmigración. Es posible, pero como los rasgos culturales de la inmigración magrebí, tal y como él los describe, no es probable que cambien de forma rápida, el horizonte que se deduce de su análisis es que estamos atrapados entre los conflictos derivados de la aplicación de la ley y el riesgo de brotes de xenofobia si no se evita la formación de bolsas marginales de inmigración. No es una perspectiva optimista, y quizá sea mejor apostar por la cooperación de los agricultores para evitar el empleo sumergido y por un esfuerzo -de resultados azarosos y siempre lentos- de integración cultural.

Un inmigrante marroquí le corta el pelo a un compañero en un poblado de chabolas de El Ejido.
Un inmigrante marroquí le corta el pelo a un compañero en un poblado de chabolas de El Ejido.

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