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Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Lanzas coloradas

'¡Noche oscura!', arranca Uslar Pietri su Las lanzas coloradas (1949). (Esto de la 'intertextualidad', nos va a matar a cuenta de cuatro frescos que encima se forran y ocupan cargos. ¡Como para no citar!). 'La luz era de lechuza', sigue, 'y los caballos, ¡chaf!, ¡chaf!, salpicaban, resbalaban y se iban de boca contra el fango. El frío mordía la carne, y, a cada rato, se prendía un relámpago helado en el horizonte'.

Escribo frente a una ventana. Y, a diferencia de Arturo Uslar Pietri (AUP, esto me va a matar), miro por ésta la calle y las colinas que asoman al fondo. Veo el bullebulle del paisito aquí, mientras me encuentro recogido en el estudio. Y lo veo pasar mientras me asedia su evocación. Y no creo (también a diferencia de AUP) que nunca quiera expresar su condición nacional. Pero algo me (nos) asedia.

'Hay un relámpago frío que nos congela. Volveremos a cabalgar (aún comiendo fango si es preciso) por la libertad. Para que se levanten ya las lanzas'.

1975, septiembre, noche oscura. La luz era mortecina, luz eléctrica que parecía de candil viejo. Esa noche fusilaban, sin piedad, a cinco jóvenes que, a su manera, se habían rebelado contra la dictadura. Las protestas eran reprimidas. ¡Chaf!, ¡chaf!, los caballos de la oposición iban de boca contra el asfalto encharcado. O, directamente, a comisaría. ¡Chaf!, ¡chaf!, aquellos caballos habrían de morder aún muchas veces el polvo, tragarse el lodo y el orgullo. El frío, el desasosiego y la miseria general mordía la carne. Y el helado relámpago quebraba con frecuencia los hogares.

Era 1975. Ese mismo año moría el dictador y lloraba el llorón ante las cámaras (¿lo vieron en La fuga de Segovia de Uribe si no lo vieron en directo?) Maullaba el león (no, no podía rugir). Los caballos, ¡chaf!, ¡chaf!, a duras penas se mantenían en pie y pergueñaban un futuro para sus hijos, para nosotros. Negociaban una Constitución y luego unos pactos para hacer frente a la crisis económica (les llamaron de la Moncloa; los astilleros se cerraban, y, también, la vieja siderurgia). También crearon la urdimbre de varios estatutos necesarios (y también algunos innecesarios).

Eran caballos (el animal más tonto, dice un amigo mío que sabe de eso) y lo hicieron como supieron. Y vieron que estaba bien -más o menos- y lo dieron por bueno (antes nos lo preguntaron en referéndum). Desde entonces, ni los caballos ni los potros -que éramos entonces nosotros; caballos viejos hoy-, resbalamos y vamos contra el fango. Los relámpagos, como esta noche de noviembre, son luminosos y no quiebran nuestras casas. Nos sentimos libres para galopar. Y algunos galopan que da gusto verles correr. Galopamos como en Francia o Italia. Y eso es mucho (teniáis que ver el modo en que por entonces se resbalaba, se trompicaba y, a la menor, se mordía el polvo; y cómo, en vez de caballos, éramos más bien jamelgos sin homologación internacional).

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Desde entonces, los hospitales funcionaron, las escuelas fueron eso, escuelas. Los parques se hicieron, las residencias de ancianos infames se cerraron. Elegimos a los políticos (siempre los quisimos mejores, pero nadie, entre nosotros, se animó. Salvo A., que llegará, no lo dudo). Nuestra cultura se respetó y potenció. Y sentimos, especialmente, la satisfacción de correr, de sentirnos libres para ir a Nueva York o a Tombuctú. Eso no tiene precio (bueno, sí: el que pagaron aquellos cinco de 1975, que no lo verían, y algunos otros).

¿Ha cambiado algo de entonces aquí? Todo. Vivimos infinitamente mejor, cabalgamos. Todo ha cambiado, salvo una cosa. 'El plomo de la tierra húmeda y la carne pesada de la muerte' (AUP) cae sobre nosotros aún hoy como machete de carnicero (José María Lidón, magistrado, in memoriam). Hay un relámpago frío que nos congela. Volveremos a cabalgar (aún comiendo fango si es preciso) por la libertad. Para que se levanten ya las lanzas.'¡Noche oscura!', arranca Uslar Pietri su Las lanzas coloradas (1949). (Esto de la 'intertextualidad', nos va a matar a cuenta de cuatro frescos que encima se forran y ocupan cargos. ¡Como para no citar!). 'La luz era de lechuza', sigue, 'y los caballos, ¡chaf!, ¡chaf!, salpicaban, resbalaban y se iban de boca contra el fango. El frío mordía la carne, y, a cada rato, se prendía un relámpago helado en el horizonte'.

Escribo frente a una ventana. Y, a diferencia de Arturo Uslar Pietri (AUP, esto me va a matar), miro por ésta la calle y las colinas que asoman al fondo. Veo el bullebulle del paisito aquí, mientras me encuentro recogido en el estudio. Y lo veo pasar mientras me asedia su evocación. Y no creo (también a diferencia de AUP) que nunca quiera expresar su condición nacional. Pero algo me (nos) asedia.

1975, septiembre, noche oscura. La luz era mortecina, luz eléctrica que parecía de candil viejo. Esa noche fusilaban, sin piedad, a cinco jóvenes que, a su manera, se habían rebelado contra la dictadura. Las protestas eran reprimidas. ¡Chaf!, ¡chaf!, los caballos de la oposición iban de boca contra el asfalto encharcado. O, directamente, a comisaría. ¡Chaf!, ¡chaf!, aquellos caballos habrían de morder aún muchas veces el polvo, tragarse el lodo y el orgullo. El frío, el desasosiego y la miseria general mordía la carne. Y el helado relámpago quebraba con frecuencia los hogares.

Era 1975. Ese mismo año moría el dictador y lloraba el llorón ante las cámaras (¿lo vieron en La fuga de Segovia de Uribe si no lo vieron en directo?) Maullaba el león (no, no podía rugir). Los caballos, ¡chaf!, ¡chaf!, a duras penas se mantenían en pie y pergueñaban un futuro para sus hijos, para nosotros. Negociaban una Constitución y luego unos pactos para hacer frente a la crisis económica (les llamaron de la Moncloa; los astilleros se cerraban, y, también, la vieja siderurgia). También crearon la urdimbre de varios estatutos necesarios (y también algunos innecesarios).

Eran caballos (el animal más tonto, dice un amigo mío que sabe de eso) y lo hicieron como supieron. Y vieron que estaba bien -más o menos- y lo dieron por bueno (antes nos lo preguntaron en referéndum). Desde entonces, ni los caballos ni los potros -que éramos entonces nosotros; caballos viejos hoy-, resbalamos y vamos contra el fango. Los relámpagos, como esta noche de noviembre, son luminosos y no quiebran nuestras casas. Nos sentimos libres para galopar. Y algunos galopan que da gusto verles correr. Galopamos como en Francia o Italia. Y eso es mucho (teniáis que ver el modo en que por entonces se resbalaba, se trompicaba y, a la menor, se mordía el polvo; y cómo, en vez de caballos, éramos más bien jamelgos sin homologación internacional).

Desde entonces, los hospitales funcionaron, las escuelas fueron eso, escuelas. Los parques se hicieron, las residencias de ancianos infames se cerraron. Elegimos a los políticos (siempre los quisimos mejores, pero nadie, entre nosotros, se animó. Salvo A., que llegará, no lo dudo). Nuestra cultura se respetó y potenció. Y sentimos, especialmente, la satisfacción de correr, de sentirnos libres para ir a Nueva York o a Tombuctú. Eso no tiene precio (bueno, sí: el que pagaron aquellos cinco de 1975, que no lo verían, y algunos otros).

¿Ha cambiado algo de entonces aquí? Todo. Vivimos infinitamente mejor, cabalgamos. Todo ha cambiado, salvo una cosa. 'El plomo de la tierra húmeda y la carne pesada de la muerte' (AUP) cae sobre nosotros aún hoy como machete de carnicero (José María Lidón, magistrado, in memoriam). Hay un relámpago frío que nos congela. Volveremos a cabalgar (aún comiendo fango si es preciso) por la libertad. Para que se levanten ya las lanzas.

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