Cómo ayudar a los terroristas
América, tienes mejor suerte
que nuestro continente,
el viejo;
no tienes castillos en ruinas
ni restos de basalto.
Tu interior no es perturbado
en el tiempo de los vivos
por inútiles recuerdos
y vanas peleas.
J. W. von Goethe
La humanidad no ha recorrido nunca una vía única, predeterminada. Esto tendrán que vivirlo ahora los Estados Unidos, cuyo lema es la palabra 'venganza'. Visto objetivamente, el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono es el golpe más fuerte que pueda asestar un terrorista individual al hombre: más de 4.800 muertos. Pero los Estados pueden hacer y permitirse más. El presidente Truman hizo arrojar bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki: 340.000 muertos. El presidente americano cometió en agosto de 1945, sin duda, un crimen de guerra.
La mentalidad de sheriff, que en los EE UU siempre tiene tanta influencia, les ha conducido victoriosos a través de dos guerras mundiales. La primera fue provocada por la torpeza intelectual y la megalomanía del emperador Guillermo II, mientras que la responsabilidad de la segunda corresponde a Adolf Hitler con una mezcla de arrogancia alemana y su propio anhelo de hundimiento y autodestrucción. 'A la guerre comme à la guerre', o 'la guerra es la guerra', como se consolaban los primeros afectados por la misma, los franceses. En ambas ocasiones, el interés del mundo (y, bien entendido, también el propio interés de Washington) requirió la intervención de los Estados Unidos. En ambas ocasiones estaba claro que no podían dejar a Inglaterra en la estacada. Ambas guerras fueron batallas de grandes medios materiales en las que el Reich alemán sólo podía acabar derrotado.
Pero ahora esta guerra es contra terroristas. Cuando se conoce a los delincuentes es posible encontrar su pista y aniquilarlos. Combatir el terror como tal, por el contrario, es desconcertante, es imposible. ¿De qué manera se va a aniquilar el terrorismo mundial, que se presenta de tan variadas formas y que tiene tantas raíces distintas?
Sólo hay una certeza: quien se comporta como ahora los norteamericanos en Afganistán no consigue la contención del terror, sino que, por el contrario, fomenta su expansión. Quien convierte en ruinas y cenizas un país paupérrimo sin cuidarse apenas de la población civil, que estará sometida sin protección al hambre y a los rigores del invierno, no debe sorprenderse cuando la opinión empiece a tornársele adversa. Ya empieza a advertirse una alegría mal disimulada sobre cada fallo de los estadounidenses y sobre cada uno de sus errores de cálculo político.
Y cometen muchos. Una vez más, la CIA y el Pentágono han subestimado considerablemente al adversario, como se va admitiendo en Washington. Ya se está hablando de que la guerra será de cierta duración y de la necesidad de establecer una base duradera en Afganistán. El presidente George W. Bush se ve sometido cada vez más a la presión de tener que utilizar fuerzas terrestres de importancia. Su ministro de Exteriores, Colin Powell, que fuera el responsable en la guerra del Golfo, podría decirle lo que significa. También los soviéticos lucharon en Afganistán, después de la invasión de 1979, con tropas de infantería. La guerra de guerrillas las fue desmoralizando sistemáticamente. Ya Alejandro el Grande (que todavía no sabía nada de petróleo) se percató de que esta región se puede atravesar, pero no conquistar.
Desde la desintegración de la Unión Soviética en 1991, los políticos estadounidenses se han ido obcecando en la convicción de que no tienen que tener en cuenta a nadie. Ningún Gobierno ha mostrado esta falta de miramiento tan claramente como el de George W. Bush. Como las personas que viven en los Estados Unidos parece que son más valiosas que las de los demás países, necesitan un escudo antimisiles atómicos para ellos solos. También es conveniente que sean otros países los que se preocupen de la emisión en todo el mundo de monóxido de carbono, según señaló el gabinete de grandes capitalistas del tejano, ya que para EE UU todavía no es suficientemente amenazador el proceso de cambio climático. Obsérvese, por cierto, en cada decisión de Bush la toma en consideración de los intereses petrolíferos de su gente.
No, EE UU no tiene la mejor suerte que le atribuyera el consejero de Estado Johann Wolfgang von Goethe. La América de Goethe y de los dos Roosevelt ya no existe. El país elegido de Dios se ha vuelto vulnerable, y el miedo que ello genera escuece más que la herida producida por el propio y tremendo acto terrorista. Quizá habría sido mejor que, tras los atentados del 11 de septiembre, se pararan a reflexionar algo más que un momento y rebuscaran las causas de esta vulnerabilidad. Pararse a reflexionar en lugar de desencadenar un ataque y destruir a bombazos un país indefenso.
Al principio se actuaba en Washington como si bastara con cortarle la cabeza al terrorismo y se terminara así con toda la pesadilla. La cabeza se llamaba Osama Bin Laden, un viejo conocido de la CIA. Al fin y al cabo, el servicio secreto americano se había servido de él en la lucha contra la Unión Soviética. Muy exitosamente, por cierto, ya que el Ejército de Moscú tuvo que retirarse en 1989 tras ser derrotado ignominiosamente por los muyahidin.
En cualquier caso, George W. Bush ya no puede tratar a Bin Laden como hizo su padre en 1991 con el dictador iraquí Sadam Husein. Es imposible limitar su libertad de movimientos y tenerle controlado; los mismos norteamericanos han otorgado a este diablo un carácter demasiado terrorífico.
Todavía faltan las últimas pruebas de que Bin Laden fuera el cerebro de los atentados del 11 de septiembre (y ni el mismo FBI se cree que sea él quien está provocando ahora el pánico en EE UU con los envíos de polvillos blancos). Y, sin embargo, le quieren, vivo o muerto también. Hoy en día, el servicio secreto norteamericano podría, por ejemplo, matarle en los pasillos del aeropuerto JFK de NuevaYork si lo sorprendieran allí, pues la CIA recibió, mediante orden presidencial hace unas pocas semanas, de nuevo licencia para matar.
Pero es cierto que los mismos norteamericanos dudan de que puedan capturarlo. Todo hace suponer que Osama Bin Laden se encuentra oculto en los círculos de los misteriosos talibán, bien protegido por esos desagradables guerreros de Dios de los que tan poco sabemos. Aunque sí sabemos algo con seguridad: un mártir les vendría muy bien.
El mundo árabe se verá agitado y convulsionado si los estadounidenses siguieran bombardeando tras el inicio del mes sagrado del Ramadán, el 17 de noviembre. Si el canciller Schröder y [su ministro de Defensa] Scharping siguen ofreciendo servilmente sus oficios en Washington como hasta ahora, no podrán sorprenderse si se encuentran metidos en el torbellino de la ira mundial. Y si un buen día se solicitan soldados alemanes para intervenir en Cachemira en la 'pacificación' de la guerra que empezó hace 50 años, ¿qué vamos a poder responder? Lo que pretende la potencia atómica Pakistán no es más que imponer en Kabul un Gobierno favorable a sus intereses.
Parece como si Schröder y Scharping no se dieran cuenta del engañoso juego entre Washington y Berlín. La política del canciller se agota actualmente asegurando a los chinos que estamos dispuestos a aceptar su 'concepción de la democracia' siempre que nos den buenos contratos de exportación.
Su ministro de Asuntos Exteriores aumenta su popularidad en casa desplegando un activismo de paz en el Oriente Próximo que no es deseado ni por el premier israelí, Sharon, ni por los palestinos, humillados desde 1967. Yasir Arafat apenas cuenta ya en todo esto como figura política. La reivindicación de Bin Laden es imposible de conseguir, pero seduce a los oídos árabes: retirada de los militares norteamericanos de suelo musulmán. Y ahora ya no vale de nada que el presidente Bush -por consideración a sus socios de coalición árabes- hable de repente del derecho a un Estado palestino.
No es preciso albergar la menor simpatía por un suicida de Hamás o por un terrorista de Al-Qaida para constatar que toda la historia del mundo sería inconcebible sin el terror; la historia puede escribirse como una sucesión de acciones abominables semejantes.
Los terroristas pueden convertirse en gobernantes, a veces tan respetables como Jomo Kenyatta en Kenia; a veces incluso tras ser elegidos democráticamente, como Menachem Begin en Israel, quien en julio de 1946 voló el hotel Rey David de Jerusalén (91 muertos). Otros 'terroristas' permanecen en la oscuridad de la historia, en la penumbra de nuestro juicio: el monje François Ravaillac, quien acechó la llegada del rey Enrique IV en 1610 y le apuñaló, o los conspiradores contra el zar Pedro III en el año 1762.
¿Quién ha atraído a los Estados Unidos a la trampa afgana? ¿Su orgullo? ¿Su sed de venganza? Qué envidiable aquel que esté libre de estos impulsos.
Rudolf Augstein es editor del semanario alemán Der Spiegel.
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