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Columna
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A ras de suelo

Los augures se repiten como cacatúas y desde hace dos meses bombardean con la evidencia de que nada, en el solar del lado genocida de Occidente y en las fosas de sus víctimas cotidianas, volverá a ser lo mismo desde que, el 11 de septiembre, todos contemplamos, sumergidos en el tiempo sin tregua de un silencio asustado y boquiabierto, el mudo estruendo de la imagen del derrumbe, en un bestial prodigio de ritmo documental, del World Trade Center neoyorquino. Fue un suceso asqueante pero visualmente fascinante, casi hipnótico, lo que es una nauseabunda contradicción que orienta al olfato y enseña a oler la basura del estercolero histórico que pisamos.

Fue aquélla una feroz y exacta imagen secuencial -duró horas la fijeza en el ojo de cristal de culebra de miles de millones de espectadores convertidos en estatuas de sal- que ha acabado con muchas rutinas acerca de qué son las esencias del cine. Porque es en el territorio de donde emergió, el de la imagen pura, el cine ojo, donde nada volverá a ser lo que era. Si aquella imagen vertical de muerte ha traído consigo alguna certeza, es la relativa a su condición o su naturaleza de imagen pura, pues de lo que vimos el 11 de septiembre ninguna ficción, por habil y concienzuda que sea, alcanzará a ser eco o sombra. Tan preciso fue el puñetazo de fotogenia expulsado por aquel suceso, que su memoria rescata los rescoldos de una vieja hoguera, la de la captura fílmica documental como depositaria de elevaciones emocionales situadas muy por encima de las de la reconstrucción y la representación del suceso.

El almacén de cine de catástrofes ideado por Hollywood es una estúpida trola, basura fofa y blanda comparado con aquel gélido e interminable plano secuencial herido por una aterradora disposición rítmica interior, por una turbadora escalada de tensión y de gradualidad mironas y malvadas. Y en la piedra no erosionada del genio del cine, la pacífica y amistosa sombra escurridiza de Nanuk, el esquimal; o los secos brazos de sarmiento de Los hombres de Arán, prodigios de la captura del esfuerzo de vivir por Robert Flaherty; o los ojos insomnes de los bolcheviques del Octubre de Serguéi Eisenstein; o la plácida mirada trangresora de los desnudos oficiantes del Tabú de Wilhelm Murnau; o la severa sonrisa de los niños sumisos y en harapos de las Tierras sin pan de Luis Buñuel, son algunas, entre incontables más, huellas imborrables de lo verídico en el territorio de lo imaginario.

Otra vez hiere al esparto del negocio del cine la evidencia de seda de que hay una mortal superioridad en la captura viva de lo real sobre el amaño de lo real. Fue escandaloso asistir, en el último festival de San Sebastián, al penoso alarde de miopía de un jurado de profesionales incapaces de discernir el abismo que separa el hondo barrio verídico de En construcción del tosco pellejo del barrio inventado por la película ganadora Taxi para tres. Y después de aquello vimos el latigazo de verdad que se escapó de Diálogos con los muertos, realizado por Carlos Rodríguez y escrito por Carlos Heredero, que ocupó uno de los rincones que la Seminci de Valladolid destina a tirar de las hilachas del relato de los hombres y sus tareas, que fue donde estallaron Los niños de Rusia, de Jaime Camino, y Vivir sin ver, donde Elías Querejeta empuja de nuevo la sed de realidad del cine.

El gran momento de las secciones paralelas del festival de Cannes lo ocuparon Asesinato en febrero y El caso Pinochet, indagaciones de Eterio Ortega, Querejeta y Patricio Guzmán, los dos últimos impulsores de La espalda del mundo y La batalla de Chile. Y detrás de En construcción asoma el empuje de Innisfree y Tren de sombras, de la misma recia estirpe creada por ese inmenso cineasta fuera de norma que es José Luis Guerin. Y, cerca de ellas, El sol del membrillo, de Víctor Erice; y, más atrás, El desencanto, de Jaime Chávarri, y Canciones para después de una guerra y Queridos verdugos, de Martín Patino; y más cerca, Después de tantos años, poema robado a la muerte por Ricardo Franco; y lejos, pero todavía ahora, aquel Morir en Madrid, de Fredéric Rossif, que la gente joven española de los años sesenta iba a vivir en París. Y todo esto no son más que las últimas arenas de un viejo inabarcable río.

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