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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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Este invierno que viene será duro

Los alrededores de Kabul deben ser algo así como los territorios aledaños de la alicantina Terra Mítica, así que mejor recurrir a las literaturas para no imaginar a saber qué tristes páramos otras vez bombardeados.

Los muertos

Es para ponerse a temblar cada vez que un cineasta o un escritor, un plástico o un ensayista asegura sin ruborizarse que se ha propuesto en su obra nada menos que reflexionar sobre el sexo y la muerte, y más si el genio tiene menos o más de treinta años. Será que se propone decir la suya sobre un asunto propio de patibularios en el que tantos -y con tanta mala sombra- han dado la paliza a lo largo de la historia. Conviene detestar los cementerios, aunque sólo sea porque los vivos atribuyen una conducta de perfil exagerado a los difuntos. Así como nadie es capaz de suponerse muerto, porque es una experiencia que ningún viviente puede imaginar en todo el esplendor de sus detalles minuciosos, así ningún cementerio, ni siquiera el de Paul Valéry, puede aludir de ningún modo a lo que la vida pudo ser para lo que queda -más bien poco, para qué nos vamos a engañar- de quienes ya no proyectan sombra distinta a la persistencia del recuerdo.

El silencio de los mosquitos

Hace algunos años, un gacetillero local hizo una pasmosa incursión en lo que entendía por marxismo ortodoxo a cuenta de una peli sobre Drácula, el pobre. La interpretación era que el conde y sus mordisquitos no eran otra cosa que una representación del capitalismo, que, como todo el mundo sabía, dedica todo su afán a chupar la sangre de los proletas. Se equivocó el palomo, se equivocaba. El enemigo real, hora es de decirlo, es el mosquito, ese depredador que se ceba en los menesterosos y cuya adscripción de clase está fuera de duda si se considera que rara vez se deja ver en la zona de Barcas. En barrios marginales puede hacer estragos, pero también incordia en diversas capas de la pequeña burguesía, en lo que constituye tal vez un justo castigo a sus indeterminaciones de doctrina.

Citar, citar, que el mundo se acaba

Tres eran tres las maneras de citar en literatura y ninguna era buena. De entre las tres, hay una que no carece de gracia si está hecha con gusto, que es cuando el escritor de fuste parafrasea algún texto más o menos clásico sin avisar de su propósito para integrarlo en su narración sin que se note. Es la más difícil, y la única que tiene interés. Otra forma, más bien desdichada, consiste en acumular citas ajenas como pórtico o epílogo del propio escrito, una suerte de peaje con el que acaso se quiere demostrar que uno es muy leído, o bien que su obra no desmerece de los mentores que así no podrían menos que apoyar la propia causa, o, todavía, que en nombre de la continuidad de la cultura se puede colar cualquier bodrio. La más pueril de todas es la cita más en vano, aquella que puede decir 'Esa mañana, como diría Kafka, estaba lloviendo', un ortopédico recurso de ortopedia con el que, la verdad, ni se sabe qué se quiere demostrar.

El desdén con el desdén

Releyendo el Quadern Gris, sorprende la cantidad de bobadas que Josep Pla es capaz de escribir con su meritorio estilo. Tengo para mi que Dionisio Ridruejo trataba de purgar sus muy imperiales culpas al traducir en un perfecto castellano ese ramillete de experiencias domésticas, y el mismo Salvador Espriu -hoy tan denostado por casi todos, excepto por Pere Gimferrer o Antonio Colinas- escribió en su día que hacerse el pagés pelín corto de entendederas era lo que mejor convenía a la comprometida ambigüedad del escritor del Ampurdán, maestro del adjetivo exacto y de lo que antes se llamaba la descriptiva, entre otros disimulos. Hoy el consenso aprobatorio es general, pero si desde radicales del nacionalismo hasta lerdos del oportunismo lo tienen por su maestro, es que estamos ante un autor de tantas lecturas como lectores contrapuestos, algo que tal vez no tiene por qué resolverse en unanimidad de obligado cumplimiento.

George Bush, es decir

Más allá de la descripción de las genealogías de postín, hay que decir que el padre del presidente de Estados Unidos fue jefe republicano de la CIA (curioso que en ese país grande los Republicanos hablen por la derecha, y no como otros, mientras que los Demócratas serían más sensibles a la desdicha humana: se ve que tampoco allí la democracia europea -esa que tanto admira Vargas Llosa senior- está todavía fuera de peligro), cargo muy poco honorable en los tiempos en que lo ejerció. Es posible que esa ineficacia la haya recibido en herencia el hijo que hace de presidente, más por vía ambiental que genética, pero no hay duda de que el Bush junior presidente está a la altura de su padre. La pregunta es si las más poderosas de las democracias actuales estarían obligadas a incluir entre sus graves problemas también la impronta impresentable de sus máximos representantes.

El silencio de los mosquitos

Hace algunos años, un gacetillero local hizo una pasmosa incursión en lo que entendía por marxismo ortodoxo a cuenta de una peli sobre Drácula, el pobre. La interpretación era que el conde y sus mordisquitos no eran otra cosa que una representación del capitalismo, que, como todo el mundo sabía, dedica todo su afán a chupar la sangre de los proletas. Se equivocó el palomo, se equivocaba. El enemigo real, hora es de decirlo, es el mosquito, ese depredador que se ceba en los menesterosos y cuya adscripción de clase está fuera de duda si se considera que rara vez se deja ver en la zona de Barcas. En barrios marginales puede hacer estragos, pero también incordia en diversas capas de la pequeña burguesía, en lo que constituye tal vez un justo castigo a sus indeterminaciones de doctrina.

Citar, citar, que el mundo se acaba

Tres eran tres las maneras de citar en literatura y ninguna era buena. De entre las tres, hay una que no carece de gracia si está hecha con gusto, que es cuando el escritor de fuste parafrasea algún texto más o menos clásico sin avisar de su propósito para integrarlo en su narración sin que se note. Es la más difícil, y la única que tiene interés. Otra forma, más bien desdichada, consiste en acumular citas ajenas como pórtico o epílogo del propio escrito, una suerte de peaje con el que acaso se quiere demostrar que uno es muy leído, o bien que su obra no desmerece de los mentores que así no podrían menos que apoyar la propia causa, o, todavía, que en nombre de la continuidad de la cultura se puede colar cualquier bodrio. La más pueril de todas es la cita más en vano, aquella que puede decir 'Esa mañana, como diría Kafka, estaba lloviendo', un ortopédico recurso de ortopedia con el que, la verdad, ni se sabe qué se quiere demostrar.

El desdén con el desdén

Releyendo el Quadern Gris, sorprende la cantidad de bobadas que Josep Pla es capaz de escribir con su meritorio estilo. Tengo para mi que Dionisio Ridruejo trataba de purgar sus muy imperiales culpas al traducir en un perfecto castellano ese ramillete de experiencias domésticas, y el mismo Salvador Espriu -hoy tan denostado por casi todos, excepto por Pere Gimferrer o Antonio Colinas- escribió en su día que hacerse el pagés pelín corto de entendederas era lo que mejor convenía a la comprometida ambigüedad del escritor del Ampurdán, maestro del adjetivo exacto y de lo que antes se llamaba la descriptiva, entre otros disimulos. Hoy el consenso aprobatorio es general, pero si desde radicales del nacionalismo hasta lerdos del oportunismo lo tienen por su maestro, es que estamos ante un autor de tantas lecturas como lectores contrapuestos, algo que tal vez no tiene por qué resolverse en unanimidad de obligado cumplimiento.

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