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Columna
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Mapa del Infierno

Rafael Argullol

Dante concibió el Infierno como un gigantesco embudo incrustado en el centro de la Tierra, y él mismo, guiado por Virgilio, habría descendido por su interior, según se relata en los versos de la Divina Comedia. Tras atravesar el río de los Muertos los viajeros se sumergieron en nueve círculos sucesivos y, a medida que descendían, comprobaron una progresiva intensificación de los tormentos de acuerdo con el aumento de la gravedad de los delitos allí representados. Si dejamos aparte el primer círculo, el Limbo ocupado por aquellos paganos virtuosos que no habían sido bautizados (y entre ellos la mayoría de los maestros antiguos admirados por Dante, con Aristóteles a la cabeza), los otros ocho círculos configuran la jerarquía de los pecadores según el parecer del poeta: los lujuriosos, los glotones, los avaros, los pródigos, los irascibles, los herejes, los violentos, los falsarios y los traidores. En el vértice del embudo están Judas, el traidor por antonomasia para los cristianos, y Lucifer, el gran rebelde.

Así como la descripción que Dante nos da del Paraíso es extraordinariamente musical, apelando al poder de los coros de luz y a una suerte de geometría incorpórea, y así como su Purgatorio parece apoyarse en el claroscuro de la escultura, un jardín de estatuas sumido en la niebla, el Infierno es inevitablemente pictórico. Escuchamos el sonido del cielo y vislumbramos las borrosas siluetas de los que penan en la melancolía del mundo intermedio a la espera de la salvación, pero somos empujados a ver, incluso con excesiva nitidez, lo que ocurre en los círculos infernales. La poesía del Infierno es pintura.

Los pintores lo comprendieron inmediatamente tras la muerte de Dante, y puede decirse que la decisiva incorporación de la Divina Comedia al horizonte de la imaginación occidental viene provocada por la recepción literaria, pero también por la ilustración pictórica. En los inicios mismos del Renacimiento, destacados artistas, como Bartolomeo di Fruosino y Domenico di Michelino, trataron de traducir en imágenes el poema de Dante. Tras el Renacimiento, el número de pintores fascinados por la Divina Comedia es imposible de determinar: de Poussin a Géricault y Delacroix; de Gustave Doré a Dalí. Entre los contemporáneos, Miquel Barceló ha proporcionado sugestivas anticipaciones de su proyecto dantesco. Posiblemente ningún episodio literario haya tenido una tan repetida participación en la pintura europea.

Sin embargo, por lo general, el tono pictórico del Infierno, si ha contribuido a este éxito, también ha dificultado la traslación al lienzo de los otros dos mundos. Cada vez que un pintor -o un grabador o un dibujante- se ha enfrentado al desafío de apropiarse de los versos de Dante ha debido enfrentarse, asimismo, a la dificultad de domesticar las sensaciones transmitidas por el poeta al describir su paso por el Purgatorio y el Paraíso. Podríamos llenar un museo de tamaño considerable con los pintores del Infierno. Por el contrario, no disponemos de buenas pinturas celestes.

Hay, no obstante, una excepción casi desconocida pese al nombre ilustre: los dibujos realizados por Sandro Botticelli para el poema de Dante. Recientes exposiciones en Berlín y Londres han mitigado algo el destino maldito de una obra maestra cuyo rumbo tortuoso a lo largo de los siglos tuvo su último episodio en la participación alemana tras la II Guerra Mundial y en la consecuente diseminación de los dibujos. La caída del muro de Berlín ha facilitado también la reunificación de la obra de Botticelli.

El conjunto de estos dibujos -aun con las graves lagunas originadas por las piezas perdidas- es el más ambicioso de los abordajes del poema dantiano jamás realizado. También, pienso, el más magistral. Quizá porque se trata de un auténtico comentario visual en el que la compenetración de imágenes y versos parece absoluta: si uno se deja absorber por los dibujos de Botticelli llega un momento en que puede aceptar tranquilamente que fue Dante el que, después, trasladó a la escritura lo que vio reflejado en esos dibujos maravillosos.

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Botticelli captura con una sabiduría particular las atmósferas del Purgatorio y del Paraíso, en especial de este último, cuya sonoridad no es extraña a la música que se respira en cuadros como La Primavera. Círculo tras círculo, Botticelli invita a un ascenso cada vez más marcado por la luz y la ingravidez.

Naturalmente, también Botticelli llega a su más refinada maestría en el Infierno, sometido, fosa a fosa, a una minuciosa disección visual. Si son magníficas las figuras particulares, la joya que ilumina el entero conjunto es este Mapa del Infierno que sin duda es una de las obras culminantes de todo el arte europeo. Allí está el embudo de Dante, con su tenebrosa exquisitez geométrica, y asimismo la insinuación de todos los infiernos de todas las épocas.

Si, desde Botticelli a Barceló, la obra de Dante nunca ha abandonado la escenografía de nuestras muertes es porque su poder de sugerencia es inevitable. La época construye su propio infierno y el arte es la cadena que une los sucesivos eslabones.

En realidad cada uno tiene, aunque sea secretamente, su propio Mapa del Infierno en el que propone y sustituye delitos y condenas en consonancia con sus convicciones y, más a menudo, con sus pasiones. Yo, por ejemplo, además de liberar a los pobres filósofos y poetas paganos que residen en el Limbo, dejaría en paz a los lujuriosos, glotones y pródigos, ya suficientemente maltratados por la vida que aman. Tampoco creo en la maldad de los irascibles, víctimas de sí mismos. En cuanto a los herejes, su lugar es el cielo, aunque sólo sea por su valentía en la discrepancia.

El sitio de los avaros es acertado, aunque deberían estar acompañados por envidiosos y resentidos. Entre los violentos, las peores fosas deberían otorgarse a los brutales (Jean Genet los calificaba como los 'violentos con poder'): los torturadores, los genocidas, los perpetradores de masacres y, sobre todo, los que mandan en ellos. Entre los falsarios y fraudulentos la palma oscura se la deberían llevar los hipócritas. También es justo condenar en el peor rincón a los traidores, pero tras dos milenios yo absolvería ya a Judas, que traicionó a Cristo por amarlo demasiado. Por fin, Lucifer no es el nombre adecuado para sostener todo el Infierno. El nombre adecuado es Codicia.

Cada uno puede elaborar su mapa del infierno. Pero no hay que ir a los otros mundos como hizo Dante. Christopher Marlowe, ya en el siglo XVI, indicó la dirección: 'El infierno está donde estemos nosotros'.

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