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LA CRÓNICA
Columna
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Maite y el universo

El universo puede entenderse desde muchos puntos. Por ejemplo, desde el parque del Laberinto de Horta

A Maite y a mí nos encantaría conocer todo el universo. Es un sueño que compartimos. No sé, nos hace ilusión... le tenemos cariño. Después de todo, es el único que tenemos, ¿no? Es un poco así nuestro entorno. Sabemos que conocerlo todo-todo es imposible. Incluso el 90% es como muy cuesta arriba y tal. Podemos parecer un par de soñadores, pero el caso es que somos muy realistas. No perdimos ni un minuto en lloriqueos inútiles y pusimos manos a la obra. Leímos El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder, y Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff. Adquirimos conocimientos básicos de filosofía con el primero y supimos cómo emplearla para ser felices con el segundo. Iniciativas de Maite, que es una mujer muy práctica y muy inteligente: si compra un libro de autoayuda no es de pirámides de cuarzo ni esas chorradas anticientíficas.

Aprendimos grandes verdades, como que el universo contiene infinitos puntos. Pero -y aquí está el truco del almendruco- cada punto contiene todo el universo. Algunas escuelas de pensamiento considerarían esta última afirmación como voluntarista, pero el asunto es que a nosotros nos funciona de puta madre. Si no podemos viajar a las Seychelles, las Maldivas, Venus y los agujeros negros haremos de Barcelona nuestro punto de acceso a todo el universo.

Imbuidos de este espíritu y montados en sendas bicicletas, nos lanzamos a la aventura. Lo primero que descubrimos fue una nueva plazoleta, ubicada al final del Moll de la Fusta, mirando al mar a la izquierda. Era un atardecer cálido de otoño y había un solitario señor paquistaní, rodeado de latas de Voll-Dam. Pasamos frente a él y soltó: '¿Por qué tú tan viejo y ella tan joven?'. ¡El universo empezaba a revelar sus misterios! El mayor de todos es la mente humana. No pude evitar observar la mía propia, la intensa actividad que desarrollaba mientras la vista se perdía en el puente del Maremàgnum y en las aguas aceitosas del puerto. Me sentó mal que me llamara viejo. Me sentó bien que notara cuánto más joven es Maite. Sentí solidaridad con el inmigrante solitario que se refugia en el alcohol, ya que hace 20 años yo estaba en el mismo muelle, bebiendo la misma marca de cerveza. Me pregunté qué haría nuestro insolente amigo de hallarse en Pakistán. ¿A favor o en contra de Osama? ¿Integrista, policía, militar golpista, currante que ahorra para emigrar a Barcelona? La mente, una de las maravillas del universo.

Gracias a Maite, Gaarder, Marinoff y las nuevas estaciones de la línea verde del metro pude conocer el parque del Laberinto de Horta. Confieso avergonzado que en 23 años de ejercicio de barcelonés adoptivo jamás lo había visitado. Podéis estar seguros de que compensaré ese error con abundantes expediciones de aquí en adelante. Es un sitio formidable, ideal para visitar entre semana. Obviamente, un explorador intergaláctico necesita marcar distancias con el público dominguero. Allí fuimos Maite y servidor, y entre ¡ohs! y ¡ahs! trepamos hasta el límite superior del parque. Nos llamó la atención que dicho límite consistiera en una cerca electrificada. Hay por allí arriba una especie de alberca sobre la que revoloteaban unas inmensas libélulas de cuerpo dorado y esmeralda. No hace falta estar iniciado en filosofía aplicada para admirar estas cumbres voladoras de la creación. Las libélulas son máquinas mucho más perfectas que cualquier helicóptero. Vuelan hacia atrás, cambian de dirección en una fracción de segundo y pueden cazar una mosca al vuelo. Son depredadores temibles, los tiburones del reino de los insectos.

En aquel rincón acotado de la sierra de Collserola no se oía el ruido de los coches. Junto a la alberca de las libélulas mantuvimos uno de esos silencios idílicos que tanto nos unen. A la belleza del momento se unía la satisfacción de comprobar que nuestras teorías eran ciertas. Sí, es posible recorrer todo el universo a través de cualquiera de sus puntos.

Seguimos paseando por el parque y de pronto me detuve frente a un poco de tierra removida. 'Esto parece obra de los jabalíes', comenté dándome aires de naturalista intrépido. '¿Cómo va a haber jabalíes dentro de un parque público que está a cuatro calles de la nueva estación de Mundet de la línea verde?', contraatacó esa adalid del sentido común que es Maite. 'Es verdad; pero así deja el terreno el jabalí cuando hoza', concedí con reparos. Un rato más tarde nos cruzamos con un honrado y esforzado funcionario de Parques y Jardines que hacía la ronda walkie-talkie en mano. Le preguntamos por qué estaba electrificada la cerca y nos lo explicó: 'Ahora está apagada; la encendemos cuando se cierra, por el asunto de los jabalíes; entran y hacen destrozos'. Para qué voy a intentar engañar a los lectores de EL PAÍS, que si eligen este periódico es porque tienen dos dedos de frente... Ni los benditos puntos del universo ni el bello silencio de las libélulas de oro se pueden comparar con el gustito que sentí al ver la cara de Maite. La chavala estaba realmente impresionada. Y no me extraña, ya que aprendí a reconocer las huellas de los jabalíes en un periplo solitario por el fin del mundo, charlando con el guardabosques de un parque natural de la Patagonia, junto a la cordillera de los Andes. Los viajes filosóficos están muy bien, y vamos a profundizar en ellos, pero no hay como un explorador de verdad para inundar la atmósfera con el inconfundible perfume de la testosterona.

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