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Punto de partida
Columna
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Literatura secundaria

FUE LO QUE HOY se llama, con cierto desdén, literatura secundaria. Hay que reconocerlo. Las lecturas de infancia no pueden ser el punto de partida; su evocación las reviste de una sublimidad postiza, pero sólo la literatura secundaria supone entrar en el mundo incómodo, precario y discutible de la lectura todavía no hecha, de su refutación o de su celebración.

No fue punto de partida Louisa May Alcott, Dickens, Edmundo de Amicis, Salgari; ni siquiera Beau geste y su funeral de viking en el desierto. Ni Mansilla y Hugo Wast, best seller de la provincia argentina de Santa Fe, reaccionario folletinista de títulos felices, como Fuente sellada. Ni los retiros espirituales donde se leía a Rafael Pérez y Pérez. Ni Jack London y Marianela. Ni Chesterton y Bernard Shaw. Ni Los tejedores de Hauptmann y Espectros de Ibsen, que se recitaban con entusiasmo extensísimo en las sesiones de teatro leído. Ni la poesía memorizada en la escuela: Espronceda, Almafuerte, Lugones, Antonio Machado, Rubén Darío, Martín Fierro, Alfonsina Storni, Estanislao del Campo: 'En un overo rosao, flete nuevo y parejito...'. Ni el deslumbramiento adolescente ante la frase de la primera novela que no parecía entregarse en el registro de la simple narración: las diez o quince líneas iniciales de Absalón, Absalón de Faulkner. Ni el también adolescente desconcierto ante el misterioso viaje de bodas y los no menos misteriosos niños marroquíes de incomprensible importancia en El inmoralista de Gide.

En cambio, pudo haber sido la frase sentida, a los 18 años, en un café universitario de Rosario, una frase que obligaba (oh, maravillosa emulación) a ir corriendo a comprar en secreto el autor desconocido: 'Es increíble, a esta facultad llega gente que no sabe quién es Saussure'. O Spitzer, Auerbach, Lúkacs y Blanchot; o Camus, que complacía sospechosamente a la revista Sur; o Sartre, fulgurante e irremplazable, ese Sartre crepuscular y fatigado de los sesenta. O Barthes, que supuso la inapelable necesidad de la teoría. O la revista Setecientos Monos. O, en 1969, la crítica de una novela hoy clásica: Cicatrices, del gran Juan José Saer. Según sus comentadores, Saer enseñaba cómo girar sobre Rayuela y abandonar su órbita. Aprendí a poner en relación -y a separar- Cicatrices y Rayuela leyendo a los comentadores; aprendí, por tanto, a leer leyendo a los críticos.

Desde un sitial ahora vacío, aunque siempre añorado, escribió en 1932 Alfonso Reyes: 'El goce de la lectura se define, como todos, por el recuerdo, cómputo definitivo de los bienes acumulados'. 'Cómputo definitivo de los bienes acumulados' es una buena definición de la tradición literaria, de lo que actualmente llamamos canon. Pero lo definitivo es inamovible; el recuerdo puede enumerarlo, no modificarlo. Por eso no hay que satisfacerse con la evocación de las lecturas infantiles y desconfiar de la nostalgia del cómputo definitivo de cualquier goce; por definitivo, extinguido, como la inocencia. Mejor reivindicar lo que viene después: la literatura secundaria, la multiplicada intermediación, el microscópico repliegue del verso o de la sentencia. Lo que importa es llegar a la lectura no hecha, la que supone todas las pretéritas y, al mismo tiempo, quiere anularlas. Y ése es el campo de la crítica, doble molesto, andrajoso, un poco ridículo, pero vivo, del 'cómputo definitivo de los bienes acumulados'.

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