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Columna
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Vicente Ameztoy, una isla artística

Ha muerto el pintor Vicente Ameztoy, poeta del sueño y de la infancia perdida. Ni en lo estrictamente creativo ni en lo personal es posible encontrar parecido alguno con el resto de los artistas del País Vasco, tanto del presente como del pasado. Él era una isla entre artistas.

Fue un artista precoz. Poseía una mano muy bien dotada para la pintura. En sus jóvenes años vivió la vida con un vendavalesco frenesí. En ese tiempo probó la experiencia de pintar bajo la influencia de los alucinógenos, opiáceos y toda otra clase de drogas. Hizo cuadros enteros con ácidos lisérgicos. Todo le servía para colmar su arrebatadora pasión por el arte, a la vez que le ayudaba a explorar en su geografía interior. Únicamente le importaba el hecho artístico.

No aspiró nunca a estar dentro de los circuitos comerciales, como tampoco movió un dedo por convertirse en un pintor de éxito. Por esa razón realizó pocas exposiciones individuales en su vida. En la década de los años setenta ahí se prodigó excepcionalmente algo más.

En los últimos veinte años, tan sólo expuso de manera individual en dos ocasiones: la antológica de Arteleku (San Sebastián), bajo el título Karne & Klorofila (recopilación 1976-1990), y la muestra celebrada en el centro Koldo Mitxelena, en octubre de 2000, donde se pudo ver en el encargo que le hicieran siete años antes los propietarios de la Bodega Remelluri (Rioja Alavesa), para que pintara varios retratos de santos y un Paraíso ubicados en el interior de la ermita de esa heredad.

Cabe calificar de muy significativas esas dos efemérides en el arte de Ameztoy. En la primera destacaba el esplendor de su certera mano, sobre todo en las obras fechadas en 1977. En esos trabajos surge una suerte de éxtasis, hasta el punto de que su alada mano le impele a querer desaparecer como persona para convertirse y llegar a ser la totalidad del lienzo, repleto de formas y colores. En esas obras, vividas en un estado de latencia extática, ahí es donde Ameztoy era incomparable.

Respecto a las obras de Remelluri, se vislumbraba cómo el artista había perdido parte del dominio y seguridad de su mano, mas continuaba en posesión de la sutil e inteligente sensibilidad inherente en él desde muy temprana edad. Seguía siendo el artista isla, poseedor de un muy acreditado sello personal.

Mientras vemos pasar de manera regular y velocísimamente a no pocas generaciones de jóvenes artistas vascos camino de la 'gloria del talonario y la ubicación apoltronada en museos localistas', cobra un valor especial la actitud que mantuvo en vida Vicente Ameztoy, ajeno al deseo de medrar a costa de perder independencia. La voluntad de querer ser pintor, por encima de todo, le llevó a alzarse como un pintor muy por encima de muchos otros.

Su arte fue su refugio recurrente. Allí se percibe como una búsqueda hacia la cueva o fondo primigenio, que viene a ser el útero materno. No se trata de espantar y/o sorprender a nadie con esta aserción. Años atrás se lo dijimos y Ameztoy señaló estar completamente de acuerdo. Como aceptó el sentirse poseído por la abundancia de la flora, para refugiarse en la hierba, en los cloroplastos de los órganos de las plantas, en una imperiosa necesidad por volver a la infancia como quien busca con ansiedad una protección irrestañable. Todo su arte estuvo preñado de verdad. Era su imperiosa verdad...

En la despedida fervorosa que merece este artista singular, encontramos un breve epitafio tejido por un poeta del sueño, semejante a lo que fue en vida Vicente Ameztoy: 'Madre generosa / de todos los muertos, / madre tierra, madre, / vagina del frío, / brazos de intemperie, / regazo del viento, / nido de la noche, / madre de la muerte, / recógelo, abrígalo, / desnúdalo, tómalo, / guárdalo, acábalo'.

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