Privatizar la seguridad pública
El mantenimiento de la seguridad pública es algo consustancial a la misma idea de Estado, de modo que no puede afirmarse la existencia de un Estado moderno si no se garantizan unos determinados niveles de seguridad que permitan la pacífica convivencia de los ciudadanos. De aquí que la Constitución responsabilice a los poderes públicos -especialmente al Gobierno de la Nación- del mantenimiento de la seguridad ciudadana. Pero la actividad de mantenimiento de la seguridad incide en las esferas de libertad individual de los ciudadanos, limitando sus derechos individuales cuando resulta imprescindible, por ello en los estados democráticos de derecho el ejercicio de la actividad encaminada a preservar la seguridad se atribuye en régimen de monopolio al Estado, a través de los servicios de policía, y no a los particulares. Sin embargo, esto no supone la prohibición absoluta de que los particulares puedan llevar a cabo ciertas actuaciones limitadas a reforzar -que no a suplir- particularmente la seguridad de personas determinadas o de bienes concretos pertenecientes a particulares, por cuenta de los mismos. Esa actividad es la de seguridad privada que tanto ha proliferado en nuestro país durante los últimos 20 años.
Por tanto existen diferencias esenciales entre la actividad de seguridad pública y de seguridad privada derivadas de la naturaleza pública o privada de los intereses que una y otra defienden. La actividad pública protege 'el libre ejercicio de los derechos y libertades de todos y la seguridad ciudadana', como dice el art. 104 de la Constitución; la seguridad privada protege preponderantemente bienes determinados de propiedad particular y a personas concretas. Dicho de otro modo, mientras la Policía debe controlar las calles y los espacios públicos para proteger a la generalidad de los ciudadanos, los profesionales de la seguridad privada únicamente pueden controlar el interior y el acceso a edificios determinados para la protección de bienes y personas concretas.
Pero la actividad de seguridad privada, sin suponer una forma de participación en la función pública de garantizar la seguridad ciudadana -que conforme a la Constitución compete exclusivamente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (FCS)- guarda muy estrechas relaciones con ella y, además, incide directamente en los derechos individuales de los ciudadanos, pudiendo generar conductas desviadas (abusos, arbitrariedades, violencias o desconocimiento de derechos). Por estas razones, la ley establece muy estrictos controles administrativos sobre la actividad de seguridad privada y las personas y entidades que la desarrollan, exigiendo una previa licencia administrativa para ejercer tales actividades con el fin de garantizar la formación profesional de quienes la ejercen, la homologación de los medios materiales y técnicos empleados y, desde luego, la subordinación a las instrucciones de las autoridades policiales.
Pues todo esto, que no es ni más ni menos que el esquema constitucional sobre la seguridad, parece haberse olvidado, a juzgar por lo que, según la prensa, dicen los responsables públicos de la seguridad, que aplauden la labor de grupos parapoliciales que actúan en espacios públicos e incluso aconsejan a los particulares que garanticen -eso si, a su costa- su propia seguridad. Esto es casi animar a la usurpación de funciones policiales o al intrusismo en la profesión de seguridad privada.
Esta actitud parece deberse a la necesidad de encubrir un error político de previsión: la de no haberse atendido a la necesidad de garantizar la efectividad de los servicios policiales. Pero si eso es alarmante, más lo es que se tienda a suplir estas deficiencias cediendo el mantenimiento de la seguridad pública a los particulares, además sin establecer sobre ellos ninguna clase de control, o -cómo no- reclamando de los jueces y fiscales la interpretación más rigurosa posible de las leyes penales en todos los casos sin excepción.
En efecto se han descapitalizado las plantillas del C. N. de Policía, que por una razón tan natural y previsible como las jubilaciones o el paso a situación de segunda actividad de funcionarios se han visto mermadas en 9.000 personas aproximadamente en los últimos cuatro años, por más que la situación se haya tratado de remediar improvisadamente asignando destinos policiales de mera gestión -no operativos- a los funcionarios que pasan a segunda actividad. De esta manera las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad están hoy sobrecargadas, con lo que ello supone para el trabajo policial, tan delicado, penoso y arriesgado como escasamente pagado y agradecido, de modo que la labor ya sacrificada y necesariamente discreta de la policía para proteger a los ciudadanos resulta escasamente eficaz e inicuamente desacreditada.
Pero la solución ante tales imprevisiones no puede consistir en privatizar la seguridad pública, que sería tanto como desmontar parte del Estado, pues resulta extremadamente peligroso para los ciudadanos que los particulares, organizados o no, pero desde luego carentes de formación y de control patrullen los espacios públicos, porque ante cualquier situación de tensión a la que se enfrenten o habrán de soportar pasivamente el peligro o su respuesta con casi toda seguridad no será la adecuada. No es nada fácil mantener el equilibrio ponderado entre el respeto a los derechos de otro y la intervención necesaria para mantener la seguridad. Por eso un policía no se improvisa sino que ha de formarse. Pero, además, tampoco es legítimo exigir a los ciudadanos potencialmente expuestos a ser victimas de cualquier delito que conjuren el peligro por su cuenta y a costa de su bolsillo, negándoles así el derecho a la prestación pública.
Emilio de Llera Suárez Bárcenas es fiscal de la Audiencia de Sevilla.
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