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MAURIZIO POLLINI | CLÁSICA
Columna
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El aire, contra el pianista

Aunque el ciclo de Ibermúsica se denomine Grandes orquestas del mundo, se recibe con marcado interés la presencia de solistas estrella, este año Pollini y Kissin. Maurizio Pollini (Milán, 1942) es un maestro, en la más exigente acepción del término, y está desde hace años en la historia. Quizá el definitivo paso que convierte a una personalidad egregia en cuasi mito es tal condición doble de pertenecer a la realidad viva y palpitante y a la historia ejemplificadora. El mero hecho de que en el repertorio de Pollini convivan con normalidad Beethoven, Chopin y Brahms con Schönberg, Webern, Boulez, Nono y Stockhausen nos dice mucho acerca de su ser artístico y cultural. Esta vez, Brahms y Beethoven, las Siete fantasías del primero y las sonatas nº 23 y 24, esto es, Appasionata y la dedicada a Teresa Brunswick, estuvieron separadas y unidas por las Variaciones, op. 27, de Antón von Webern, y las Piezas para piano (Klavierstücke) nº 5 y 10, de Karlheinz Stockhausen. La concepción hondamente musical que Pollini posee de estos pentagramas sintéticos y esenciales es magnífica en el pensamiento y en la puntual realización.

Hablar a estas alturas de cómo Pollini viaja a las simas de la entraña brahmsiana o de qué manera y con cuanta belleza -más evidente por su desnudez de retórica- sería referirse a obviedades. Quizá baste un dato para entender la manera del pianista: su decisivo acercamiento a Benedetti Michelangeli en el despegue de su carrera hacia los más altos vuelos.

Pero en el concierto para los 'ibermúsicos' hubo también incidencias turbadoras. Pollini se sintió incómodo a causa del aire acondicionado del Auditorio. Con la ventilación impertinente jugó su papel el rumor que provocan las primeras toses invernales. Todo lo cual, explicado por el pianista, congeló un tanto el 'hecho musical' hasta el punto de que el programa fue subrayado por una sola propina y a las ovaciones se sumó alguna protesta que creo improcedente.

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