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A PIE DE OBRA
Columna
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Póquer de reinas

Marcos Ordóñez

- 1. Arànega/Bassas. En el Romea hacen, hasta diciembre, Bodas de sangre. En una escenografía más fea que una plaza dura, entre pantallas televisivas que no sólo congelan la imagen sino también la emoción; entre revolcones que no vienen a cuento, planos de madres pariendo, entradas y salidas de teatro escolar, y alguna que otra idea escénica, circula, milagrosa, la poesía de Lorca, en los cuerpos y los ojos y las voces de dos superactrices: Mercè Arànega y Àngels Bassas. Àngels Bassas avanza con un pequeño freno de mano puesto, el de su impecable técnica. Es una actriz superlativa, pero todavía, me parece a mí, demasiado deseosa de complacer, de sacar nota, de ser la mejor de la clase; el día en que se olvide de eso y pierda el lastre académico -el gesto perfecto, la dicción perfecta- y juegue a romperse (o, de repente, se encuentre rompiéndose) será una de las grandes. Lo mejor de Àngels Bassas es su mirada, a lo Debra Winger, donde centellea, esporádicamente, lo más oscuro: el miedo, la perdición, la locura. En la última parte de Bodas de sangre, cuando ha llevado a su hombre a la muerte, como una ingenua fatal de cine negro, ese centelleo (que ya le vimos en La senyoreta Júlia) se condensa y se hace candente. Ahí está, sin dar la edad ni el perfil del personaje, Àngels Bassas inventando a la novia niña, que ignora el nombre de lo que sucede en su cuerpo cada vez que olfatea a Leonardo, pero sabe reír y decir, con voz alucinada de deseo: 'Es como si me bebiera una botella de anís y me durmiera en una colcha de rosas'; la novia niña que se convertirá, tras la boda y la fuga y la muerte, en una entera loca de amor.

Sería injusto hablar de Teresa Urroz como una revelación, pero así la recibe el público de la Beckett, maravillado por ese 'tour de force'

Mercè Arànega: con los años ha ganado en fiereza, en vulgaridad orgullosa (la noblesse de la banalité, que decía la Duras), en poderío desafiante: 'Qué me importa a mí nada... de nada', escupe, con el amargo desafío de una Terele Pávez. Arànega no es una ejecutante de técnica depurada, como Àngels Bassas, pero se abalanza sin freno hacia la oscuridad como si la oscuridad fuera un hombre turbio, 'un río oscuro'. Tras el cabello rubio y los ojos claros hay en esta actriz un incendio, y una sonrisa torcida de desdén salvaje: estamos ante una mujer de muchísimo peligro, capaz de explosiones con eco y daños colaterales. En Bodas de sangre su prodigio está en el difícil equilibrio entre decir el verso con hondura épica y darle naturalidad coloquial, como hacía María Jesús Valdés en La casa de Bernarda Alba. En la última escena, junto a la camilla con los dos cuerpos ensangrentados, Arànega y Bassas ya no son una madre y una esposa sino dos mujeres perdidas, rotas, solas en un universo rugiente, atrapadas en ese punto donde 'se enmaraña / la oscura raíz del grito'. Sólo por ese mano a mano terrible y altísimo se justifica y se ennoblece la dirección de Ferran Madico; sólo por esos 10 minutos de grandísimo teatro vale la pena ir al Romea.

- 2. Lambert, Lina. La actriz más profundamente elegante de nuestro teatro. Elegancia inglesa, como un perfume muy seco: pudor en el decir, en el modo de tamizar las emociones mediante el gesto parco, la mirada submarina pero fulminante. En Más extraño que el paraíso, espectáculo de Xavier Albertí en la sala Muntaner, tiene un momento sublime: un poema de Jaime Gil, Barcelona ja no és bona, transfigurado en su voz. Voz de madrugada, rumor de sedas oscuras. Una aparición de lujo: la desconocida insomne que, en un bar nocturno y fantasma (cualquier bar ya inexistente: el Stork Club, la Terraza Martini) de repente empieza a recitar un poema como quien cuenta un sueño o relata, a media voz, sin inflexiones, una confidencia muy íntima.

- 3. Urroz, Teresa. Extraña criatura: a ratos una joven Mary Carrillo, a ratos Teresa Lozano, a ratos la Dama del Radiador de Eraserhead, con peluca rubia y los ojos desmesurados por las grapas metálicas de la paranoia. Lo último que ví de ella fue una 'composición' en un vodevil menor, Diner negre, en el Borrás. Ahora está en la Beckett, haciendo Tractat de blanques, lo mejor que ha escrito Enric Nolla, y la mejor dirección, sin discusión posible, de Magda Puyo. La función es una víctima del reglamento no escrito de los teatros, que obliga a que los textos duren alrededor de hora y media. Sería un relato perfecto si durase una hora o 45 minutos (como Far Away, lo último de Caryl Churchill, uno de los éxitos de la temporada anterior en Londres, que dura eso); si su autor podase redundancias, revueltas textuales, y, por obvia, por ya entendida, la simbología onírica de la negra tras la puerta. Tractat de blanques es un texto sobre la obsesión, que pide revueltas, pero no tantas. Su protagonista es una negra que se vuelve blanca o una blanca que cree haber sido negra, a elegir. El impresionante juego de Teresa Urroz recuerda al de Jacqueline Maillan, una reina del boulevard, en Le retour au desert, de Koltès. Y Magda Puyo ha elegido a la Urroz como Chéreau eligió a la Maillan: un gran acierto de casting. Hay mucho Koltès, imagino, en la biografía intelectual de Nolla, desde su primera obra. Koltès, en su flujo verbal (boulevard paranoico) y Beckett (el personaje de la Urroz es una Winnie enterrada en un mar de fotocopias), y, a mis oídos, Estellés, en los pasajes evocativos, tan cercanos a los de Coral Romput. El texto, con ser notable, un gran paso adelante en la carrera de este autor, no es deslumbrante; deslumbrante es -por su valor, por su entrega, por su inmensa gama de quiebros y registros- el trabajo de Teresa Urroz. Pablo Ley levantó la liebre: '¡Bravo, bravo, bravo!', titulaba su crítica del pasado domingo. Yo me uno ahora a esos bravos.

Su ritmo es el de la fotocopiadora fatal, que vomita cincuenta mil copias sin intermitencias; así funciona la cabeza de ese personaje. Un personaje poseído por una energía nerviosa que poco a poco se ensimisma y se resquebraja, para dejar salir 'la negra que lleva dentro'. Tractat de blanques es una obra sobre el racismo, pero sobre todo, como se decía antes, sobre la alienación. Sería un poco injusto hablar de Teresa Urroz como una revelación, pero así la recibe el público de la Beckett, puesto en pie, maravillado por ese tour de force. Así la recibimos, convencidos de haber visto una Monica Vitti del Universo Paralelo, perdida en su desierto rojo. Una de las mejores sorpresas de esta temporada.

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