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Táctica y estrategia

Por fin, se ha abierto la veda. Tras meses de prudente contención, incluso aquellos medios y aquellas firmas más proclives a simpatizar con el nuevo socialismo de José Luis Rodríguez Zapatero han dicho basta y han comenzado a arremeter contra la obsesión pactista de la actual cúpula del PSOE, contra esa obsesión que ha puesto en manos del Gobierno de Aznar -por si a éste no le bastase con la mayoría absoluta- también la iniciativa política, el derecho a decidir qué está bien y qué está mal; una obsesión que está convirtiendo el plausible eslógan del 'cambio tranquilo' en objeto de mofa y carcajeo.

Razones no faltan para este giro en la actitud de tanta opinión publicada, y no residen sólo ni principalmente en las magras perspectivas demoscópicas del PSOE, o en la exigua envergadura de su 'triunfo' gallego. Como glosaba el último artículo dominical de Josep Ramoneda, el balance final del pacto entre el PP y el PSOE sobre la renovación de los órganos constitucionales no ha podido ser más penoso: un Tribunal Constitucional sin autonomistas y casi sin constitucionalistas, un Consejo del Poder Judicial en el que el PNV fue groseramente vetado y una descalificación ética general de los candidatos socialistas que a su autor -el vicepresidente Rodrigo Rato- le ha salido políticamente gratis.

¿Y qué decir del famoso acuerdo por las libertades y contra el terrorismo, suscrito el pasado diciembre? Pues, aparte de proporcionar una buena coartada al autismo político de Nicolás Redondo Terreros, al PSOE no parece haberle servido de mucho más. Aznar lo ignoró a su conveniencia cuando, en plena campaña electoral gallega, agitó el espantajo del terrorismo para descalificar a las izquierdas y pedir la reelección de Fraga. Y cuando el otro día, en el Senado, el socialista Juan Barranco tuvo la osadía de criticar los fallos policiales en la detección del coche bomba que ETA puso en Madrid el 12 de octubre, el vicepresidente Rajoy lo mandó... 'a tomar por el culo'. Fue un bonito ejemplo de qué entiende por pactismo la derecha española, si es ella la que tiene la sartén por el mango.

Sin embargo, el problema mayor que los dirigentes socialistas tienen hoy planteado no consiste sólo en que, frente al estilo flemático y conciliador de Rodríguez Zapatero, Aznar les ningunee, Arenas les escarnezca y Teófila Martínez -por ejemplo- describa a Chaves como un pro etarra en versión escatológica, alguien que arroja 'mierda' en vez de cócteles mólotov. No es, a mi juicio, un problema que se resuelva hallando dos o tres émulos de Alfonso Guerra dispuestos a dar caña al Gobierno sin remilgos de lenguaje, aunque eso seguramente ayudaría a levantar la moral de la militancia. El actual dilema del PSOE no es sólo de orden táctico, es sobre todo de carácter estratégico; se trata de saber si el principal partido de la oposición es capaz de diferenciarse del PP no ya en la interpretación del caso Gescartera o en el juicio sobre la gestión diplomática del ministro Piqué -que eso va de soi-, sino en la formulación de una alternativa política global, de un discurso ideológico distinto, de otras prioridades de gobierno.

¿Y cuál va a ser, de aquí hasta 2004, la gran bandera ideológica, el leit motiv doctrinal que dará sentido y trascendencia histórica a la estancia del Partido Popular en el poder? Pues será, está siendo ya, la ofensiva neounitarista, la cruzada españolizadora. Las evidencias se acumulan a un ritmo casi diario: el cerrojazo anunciado cuando la pasada semana, en un acto de la CEOE, el presidente Aznar advirtió de que no es posible ir más allá en el traspaso de poderes a las comunidades autónomas y de que las nuevas demandas de algunas de ellas (Euskadi, Cataluña) amenazan con 'echar abajo el edificio del Estado'; la utilización partidista, una vez más, de la Corona, para hacerle decir al Rey, en la Universidad de Utrecht, en Holanda, que de nuestra transición surgió 'un nuevo patriotismo' según el cual 'sólo existe una España'; la afirmación de Aznar, a propósito de las eventuales analogías vasco-irlandesas, de que Euskadi tiene 'más autonomía que nadie en el mundo' (se colige, pues, que Flandes, Quebec o los cantones suizos, por ejemplo, no están en el mundo); en fin, la convocatoria del XIV Congreso del PP, dominado por la cuestión nacional-territorial y con una ponencia estelar sobre El patriotismo constitucional a cargo -¡atención al dato!- de Josep Piqué y de María San Gil, la dama de hierro de la derecha españolista vasca.

Frente a este panorama -que Aznar, además, podría manejar para desdecirse y concurrir de nuevo a la reelección-, el PSOE tiene que escoger. Tiene que escoger, en materia de estilo opositor, entre el modo reposado y estoico de los últimos tiempos y unas maneras más agresivas y contundentes, entre el abrazo del oso y la confrontación. Pero, sobre todo, tiene que decidir si comparte con el PP una misma concepción de España o si quiere y puede defender otra bien distinta; si sigue la línea expresada por Jesús Caldera cuando, para justificar la política de acuerdos con el Gobierno, subrayó que el PSOE y el PP juntos representan a más del 80% de los españoles, o bien si apuesta de veras por ese modelo de España plurinacional articulada federalmente que predica Pasqual Maragall.

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En el discurso inicial de la moción de censura, el presidente del PSC recogió los deseos de que la sociedad catalana 'no siga dando vueltas en torno a la herida de la identidad', de que se halle 'una fórmula política, entre Cataluña y España, que busque la cordialidad, la colaboración y el respeto'. Y bien, Maragall sabe que la credibilidad de tan importantes propósitos depende de que el PSOE practique una estrategia de diferenciación y de combate -tan enérgico como pedagógico- contra el 'patriotismo' aznarista que ataca a paso de carga. Maragall lo sabe, pero ¿lo logrará?

Joan B. Culla es historiador.

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