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Columna
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Narración

He leído o soñado que una vez Arthur Schopenhauer recibió una carta de un admirador, o de un enemigo. Ambos términos resultan igual de injustos: era simplemente alguien que había hojeado alguno de sus libros y que había comprobado que el pronombre de primera persona se repetía en las páginas con una frecuencia que parecía descortés. El buen Arthur inclinó su melena de simio albino sobre la carta y una frase le estalló entre las cejas: '¿Es que usted no encuentra mejor tema de que hablar que de sí mismo?'. El filósofo dejó la hoja de papel sobre su escritorio, se quitó las antiparras con una forzada lentitud y de su garganta brotó una carcajada de amargura: 'Este pobre hombre no entiende que no existe otro tema del que hablar'. En los cinco volúmenes de mi edición de Schopenhauer recientemente adquirida en Frankfurt, la palabra ich puede repetirse con alguna monotonía, pero se trata de una dolencia común a todos los escritores germánicos de su época. Fichte, el gran apóstol del egoísmo, erigió esa partícula como piedra angular de su filosofía, para postular que el universo se divide en dos mitades: yo y lo que no soy yo, cuya misión vicaria consiste en facilitar puentes y autopistas para que el yo acabe por encontrarse consigo mismo y pueda vivir en plenitud y tranquilidad. La literatura y la metafísica son incapaces de prescindir de ese elemento último, que como para demostrar su insignificancia no abarca más que una, dos o tres letras en todos los idiomas: yo, ich, je, I. A qué nos referimos concretamente cuando articulamos ese vocablo es seguramente el mayor enigma del pensamiento humano, y todavía la neurología y la religión tratan de delimitar dónde concluyen y dónde comienzan sus fronteras de terciopelo. Nadie sabe quién o qué es, parecía concluir el acogotado León Bloy, cuando se preguntaba si el dueño del mundo era el zar o el limpiabotas al que él le daba a lustrar sus zapatos. Toda nuestra existencia se compendia en esa cartografía compulsiva: trazar y trazar mapas, para conocer los límites del lugar imaginario del que nos hablaron desde niños.

Se celebra en estos días en Córdoba un congreso internacional sobre literatura y autobiografía al que asistirán valiosos partidarios de ese género capital, seguramente el único género que es necesario. Tanto cronológica como ontológicamente, esa vertiente de la narración tuvo que ser la primera, la más cercana al origen: el hombre busca explicar lo que le rodea y lo siembra de monstruos y de dioses caprichosos, sí, pero antes y sobre todo busca explicarse a sí mismo, la extraña sucesión de certezas, ansias, decepciones que ocurre en el sótano de su corazón y que rige la oscura mecánica de su voluntad. Para explicarnos, necesitamos recurrir al relato: la narración estructura, da orden a lo caótico, establece prioridades, coloca cada pieza en su lugar y permite contemplar satisfactoriamente el resultado como un todo cerrado y orgánico. Por eso los borrachos cuentan su vida en las barras de los bares y la amas de casa llaman a los programas de radio de madrugada: relatan sin cesar una misma historia, la suya, buscando la coherencia y el destino que no hallan en la propia vida. Y es que el universo es un autor con gusto por la variedad pero pésimos recursos de estilo.

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