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46º FESTIVAL DE VALLADOLID

Manane Rodríguez viaja al fondo del pozo de la tortura

Aún suenan 'Los pasos perdidos' de un rincón desconocido del genocidio argentino

Manane Rodríguez es una cineasta uruguaya afincada en España desde hace casi dos décadas y que ha recorrido aquí prácticamente todo su itinerario profesional. Hace unos años hizo su primer largometraje, Retrato de mujer con hombre al fondo, en el que era perceptible una búsqueda de la transparencia y una voluntad de estilo configurada en dibujos de personajes siempre vistos desde dentro, un conjunto de paisajes anímicos enlazados con maneras cinematográficas austeras y recias.

Ayer trajo Manane Rodríguez a la Seminci su segundo largometraje, Los pasos perdidos, y no se perciben en él variaciones sustanciales en la disposición interna del relato. Éste, a grandes rasgos, sigue la misma secuencia de sucesos contenidos o, si se quiere, murmurados, y busca similares acordes de una música visual serena, no compulsiva, sin estridencias y sin altibajos pronunciados, aunque esta vez la imagen se escapa del territorio del drama privado y sale, paredes afuera, en busca de duras, terribles, atroces resonancias de un mal estruendo histórico, un oscuro último, o penúltimo, escalón de la rampa de caída al abismo del genocidio de los militares argentinos contra el pueblo argentino a finales de los años setenta, un espantoso crimen innumerable que todavía hoy deja oír esos siniestros pasos perdidos que Manane Rodríguez rastrea.

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La cineasta hace en Los pasos perdidos un viaje sin vuelta al pozo negro privado de un militar genocida, un torturador argentino instalado en España que hizo hija suya a la hija de una mujer torturada y asesinada por él hace 20 años. Estamos ante una ficción absolutamente verídica. El abuelo de esta muchacha es nada menos que un Federico Luppi entristecido y terco, dolorido y sonriente, frágil pero tozudamente empeñado en devolver a su hija muerta lo último que la arrebataron, un atraco a su vientre que ahí sigue, y crece, en la hermosa mirada, herida por la percepción de su terrible verdad íntima, de Irene Wisedo.

Historia subterránea

El arranque y el final de Los pasos perdidos son conmovedoras escenas de gran precisión secuencial, la primera construida en ritmo poético onírico y la segunda de estirpe documental. Ambas están situadas a la altura del enorme suceso oculto, de la historia subterránea que sostiene las evidencias de la película. Pero no todo está en el filme a esta gran altura. Hay en él deslizamientos hacia abajo, hacia el estancamiento a mitad de metraje y hacia algunos rasgos de artificiosidad en la composición de los personajes por Luis Brandoni y Concha Velasco, que impiden a la película el acceso a la redondez.Pero ahí quedan, completamente vivos, los destellos de su notable verdad, el hermoso, lento y distante idilio entre un abuelo argentino y una nieta española que no llegan a rozarse, pero que dejan que en ellos nazca y crezca poco a poco, con la elegancia de lo paulatino, su emocionante reconocimiento mutuo como últimos, o penúltimos, residuos vivos de un inabarcable e inagotable territorio de muerte.

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